En el camino de vuelta me paré en Rosario, una gran ciudad comercial e industrial a orillas del Paraná. Lo recuerdo porque jamás ninguna ciudad me ha recibido de manera más estrafalaria. Llegamos al puerto de buena mañana, salí a pasear por las calles aún desiertas y pregunté a un transeúnte si no sabía de alguna cafetería de por allí cerca donde poder desayunar.
Me miró, y agitando los brazos y sacudiendo bruscamente la cabeza, emitió unos sonidos inarticulados, como: Bwagwablabuobagwoa... Un sordomudo, pensé, y seguí mi camino. En la esquina siguiente volví a preguntar lo mismo a otro transeúnte. Este abrió desmesuradamente los ojos, esbozó una mueca, frunció el entrecejo y balbuceó: -Uoebeeeaglugluglu... Me aparté de un salto. Pero, ¿qué es esto? ¿Una conjura, una trampa, una artimaña preparada por mis enemigos literarios?... ¡Pues era imposible pensar que encontrara por pura casualidad a dos sordomudos en Rosario! Al llegar a la tercera esquina, me dirigí con el corazón encogido de miedo a un tercer transeúnte: si éste también se pone a balbucear, ¡me volveré loco! Por suerte me contestó en forma humana, ¡todo un éxito!
Rosario se parece un poco a Lódz, aunque vive más del comercio que de la industria. Gracias al Paraná llegan aquí los buques oceánicos. Es la más fea de las grandes ciudades de Argentina; en cuanto a la cantidad de habitantes, iguala a Varsovia, pero es pueblerina hasta la médula de los huesos. Es curioso: toda esa masa de gente hasta ahora no ha creado ningún movimiento cultural, artístico, aunque tienen una universidad, y no se trata de una urbe obrera como Lódz, sino de una ciudad de dependientes, agentes, comerciantes, vendedores ambulantes y empresarios de todas clases. Pero sus necesidades espirituales quedan satisfechas con el juego del billar.
Cada país tiene su monstruo. En Rosario a cada paso se puede ver al monstruo representativo de Argentina; éste será un tipo regordete, mofletudo, de mejillas rubicundas y brillantes, un bigotito negro de tenor, el pelo engomado, ojos sensuales, con un reloj, un anillo, de elocuencia fácil y abundante, de una familiaridad y cordialidad afectadas, que aspira la sopa, se hurga los dientes con un palillo y está encantado consigo mismo... ¡Dios mío! ¡Qué monstruo! ¡Emana una idiotez imposible de soportar!
Witold Gombrowicz en Peregrinaciones argentinas.
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