martes, 17 de noviembre de 2015

El General hace un lindo cadáver - Enrique Anderson Imbert

ENRIQUE ANDERSON IMBERT (1910)

Novelista, cuentista y crítico literario, Anderson Imbert nació en Córdoba e hizo sus estudios primarios y secundarios en Buenos Aires y La Plata. En 1940 se graduó de profesor en letras de la Universidad de Buenos Aires, y en la misma univer­sidad, seis años después, se recibió de doctor en filosofía y letras.
Interrumpió su carrera de catedrático de literatura argen­tina y americana y literatura contemporánea en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán para aceptar una beca de la Fundación Guggenheim, y se trasladó a los Estados Unidos (1943). Después de haber en­señado un año en el Smith College, regresó a Tucumán donde se quedó como profesor hasta 1946. Al año siguiente volvió a los Estados Unidos donde enseñó en la Universidad de Michi­gan y dictó cursos de verano en varias otras universidades notables. En 1953 obtuvo por segunda vez una Beca Guggen­heim.
En 1957 le otorgaron la cátedra de literatura ibero-ameri­cana en la Universidad de Buenos Aires; volvió otra vez a su país natal, pero a principios de 1958 regresó a Michigan. Actu­almente es catedrático de literatura ibero-americana en la Universidad de Harvard.
Aunque mejor conocido en este país como crítico literario y profesor, Anderson Imbert es también un novelista y cuen­tista de primera categoría entre los prosistas hispano-ameri­canos actuales. En su ficción ha cultivado principalmente la fantasía y el realismo mágico, pero también le ha interesado la creación de misterios y de cuentos policiales.
En el cuento escogido para esta antología, se ve no sólo la destreza de Anderson Imbert en crear un cuento bien estruc­turado, sino también el leve humor del autor en su parodia de Don Quijote, especialmente en la primera página, y su trata­miento humorístico de un tema bastante grave.
Sus obras principales son Vigilia (1934); Las pruebas del caos (1946); Fuga (1953); El grimorio [contiene, además de los cuentos de Las pruebas del caos, gran número de cuentos nuevos] (1961); El gato de Cheshire (1965); Historia de la literatura hispano-americana (1954; 4o ed., 1962); La crítica literaria contemporánea (1957).



En un lugar de Sudamérica, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo vivía un cirujano cincuentón, tan rico que no necesitaba trabajar. En los ratos de ocio, que eran los más del año, se daba a leer novelas de detectives. Se enfrascó tanto en su lectura que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio; y así del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro de manera que perdió el juicio. Se le llenó la fantasía de todo aquello que leía en los libros; y vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que, picado porque en todas las novelas que leía la justicia acababa siempre por descubrir al delincuente, decidió cometer un crimen tan perfecto que a él sí que no lo descubrieran.
Alfonso Quiroga — que así se llamaba nuestro héroe — era recio de cuerpo y ágil de piernas, pero la cabeza lo avejentaba: calvete, arrugado, con gafas de miope y un bigotazo gris. Vivía en una hermosa quinta, en las afueras de la ciudad, sin más compañía que la de su servidumbre. Al frente se alzaban dos chalets. Aparente­mente gemelos — por dentro la disposición de las habitaciones era diferente—, estaban separados por el garage, ancho como para tres automóviles. En el chalet de la izquierda, que era donde anteriormente había ejercido la profesión, estaba instalado Quiroga. El de la derecha había quedado deshabitado desde que murieron sus hermanas. Al fondo de la huerta, en una casita enjalbegada de cal, se alojaban Bonifacia, una india ya muy vieja pero insustituible como cocinera, y los hijos de Bonifacia: Lucía, redondita y agraciada; Manuel, con la boca desfigurada por una coz; y la mujer de éste, Teresa, una apagada. Todavía más atrás de la casita había un rancho, arrendado por dos peones.
Sirvientes y peones respetaban el dinero y la bondad del doctor Quiroga, aunque solían irritarse al verlo tan entremetido en los trabajos de la quinta. Tan pronto se ponía a podar los frutales del huerto como movilizaba sus cacharros de química para exterminar plagas, pintaba un cerco o se iba al gallinero a retorcerle el gañote a un pollo para el almuerzo. Era parte del ejercicio físico que él mismo se había proscripto para no sucumbir a la vida sedentaria. Lo hacía también por amor a las cosas del campo. ¡Hasta iba a la cocina y ayudaba a Bonifacia en los pasteles, tamales y empanadas! Pero nada le gustaba tanto como leer los “mysteries” que recibía por correo, directamente de Nueva York. Precisamente fue al leer Dead and Not Buried cuando, fastidiado por la penuria imaginativa de H. F. M Prescott, se le ocurrió a Quiroga que no sólo él sería capaz de escribir una novela mejor, sino que hasta podría dejar seco a alguien sin que hubiera detective en el mundo que lo desenmascarara.
Subió a su cuarto, se sentó en el balcón —era esa hora del crepúsculo en que todavía no se ven las estrellas pero ya se las oye venir a todo galope — y se entretuvo formulando una teoría del crimen perfecto. Primera condición, claro, que nadie, al final de cuentas, pueda averiguar quién fue el asesino. Ni por qué asesinó. Ni cómo asesinó. Ni con qué asesinó. Pero no bastaba. Después de todo, crímenes así los hay a montones. ¿A montones? ¡Ja! Eso es poco decir. El noventa por ciento diría él, el noventa por ciento de los crímenes escapan a la acción de la justicia. Son, por lo general, crímenes ciegos, contrahechos, torpes, estúpidos. Truculencias. Atrocidades. Bazofia de todas las ciudades. ¡Bah! Porquerías de forajidos y facinerosos. No, un crimen perfecto es, debe ser, una aventura intelectual. Requiere la contextura precisa de una charada. ¡Eso! Tiene que ser una obra maestra. Un crimen riguroso e imaginativo como un soneto. Ahí está el detalle. Y, como la poesía pura, debe ser desinteresado. Matar por lucro, por venganza, por celos, por miedo, por política, por misantropía, por eutanasia y la mar en coche echa a perder las posibilidades artísticas de ese limpio acto de cortarle a un prójimo, gratuitamente, la hebra de la vida. ¿Matar por el placer de matar? Tampoco. Manía homicida, no; los maniáticos no sólo no pueden elegir entre el bien y el mal, sino que tienden a reincidir y acaban por repetirse. Un crimen perfecto tiene que ser libre y único. Se le perpetra sin móviles, sin egoísmos. El perfecto asesino debe avanzar con ánimo deportivo, a sangre fría, como quien acepta una apuesta. Descalabrar con un garrote a un pobre tipo que camina por un callejón a oscuras es algo que pueden hacer millares de malhechores: generalmente la policía no los encuentra nunca. Lo decoroso es despenar con estilo, poniendo tal sello personal que importe el riesgo de ser cogido. Ahí estaba lo deportivo de la cosa: firmar el crimen y sin embargo escabullirse. Que el quitar de en medio a un semejante sea bello en sí, como una prestidigitación. Para acrecentar esa belleza convenía crear problemas difíciles. Por ejemplo: el problema de un cadáver encerrado por dentro en un cuarto hermético, el problema de un cadáver que desaparece en presencia de muchos testigos, el problema de un cadáver que no revela el arma real pero inimaginable que lo fabricó... Y otros problemas menores: el de una serie de asesinatos que se cometen de acuerdo a una clave secreta; el del criminal que avisa a la policía cómo y cuándo perpetrará su homicidio; el de la coartada, falsa pero indestructible; el de las huellas que se interrumpen a mitad del camino, sin causa aparente; el de la casa inencontrable; el de un hombre ubicuo... Y a estos problemas había que resolverlos con elegancia trigonométrica. Quiroga soltó una risita picara. Trigonometría. ¡Qué bien!: el triángulo de la víctima, el asesino y el detective.
Ya había caído la noche, y ahora se veía en las nubes el aciago resplandor de las luces de la ciudad. Millares y millares de estrellas; y allá abajo, millares y millares de seres que estarían en ese mismo instante yendo y viniendo por el laberinto de calles. Uno de esos seres sería el elegido para el sacrificio. Uno. Cualquiera. ¿Hombre, mujer? Lo mismo daba. Elegiría la víctima al azar. O, mejor dicho, que el azar eligiera la víctima. ¿Cómo? Bueno...podría tirar la guía telefónica al aire para que cayera abierta en cualquier página; podría, con los ojos cerrados, clavar la punta del lápiz sobre cualquier nombre... No, no. La guía telefónica sólo da la nómina de un sector social, en su mayoría masculino. ¿Era justo descalificar como posibles mártires a quienes no figuran allí nada más que porque no pueden pagarse el lujo de un teléfono o porque el teléfono está a nombre del jefe de la familia? No señor. Había que complicar el juego del azar. Para corregir lo antidemocrático de la guía telefónica recurriría a santos y santas cuya festividad se conmemora todos los días del año. Que la guía de teléfonos indicara el apellido, y que el santoral del calendario indicara el nombre. Deshojó el taco del almanaque de pared y revolvió los días en el cesto de papeles. Metió el brazo y sacó la hojilla del 19 de marzo: San José. Después hizo una papeleta con cada letra del abecedario. Las revolvió. Escogió una: la “M”. ¡La cosa marchaba!; “José M..." Escribió en otras papeletas solamente los números de aquellas páginas de la guía telefónica que comprendían los abonados de la letra M. Las revolvió. Escogió una: la página 387. Escribió un número para cada columna de nombres en la página: salió la segunda columna. Contó las líneas de cada columna y escribió un número para cada línea: sacó el número 9. Ansioso, conteniendo la respiración, hizo que el dedo bajara por la torre de apellidos. ¡El apellido en la línea novena de la columna segunda de la página 387 era Melgarejo! Sólo que no había allí ningún José Melgarejo. Bueno. No importaba. Lo buscaría. Mañana mismo saldría de caza. Se rió como si le hicieran cosquillas. ¡Linda cacería! Primero, él cazaba la víctima; después, un detective trataría de cazarlo a él. ¡Ja, ja! ¡No está mal, no está mal! “José Melgarejo.” Trece fatídicas letras. ¿Quién sería? Se acostó. Durmió como un bendito: uno de sus sueños fue que José Melgarejo no existía.
Porque ¿es necesario decirlo? Quiroga estaba engañándose. Si se trataba, lisa y llanamente, de despachar un hombre al otro mundo, ¿a qué tantas cábalas? Con echarle el ojo a un Fulano de carne y hueso, ya estaba. ¿No era lo mejor? ¡Ah! Es que allá, en la cueva más soterrada de su alma, estaba el otro yo de Quiroga, haciendo votos para que el apócrifo José Melgarejo siguiera siendo muy apócrifo. Pero Quiroga se engañó a sí mismo. Se dio por satisfecho. El azar había formado un nombre: si el azar no formaba también un hombre, no era culpa suya. Cuando vio que en la guía no había ningún José Melgarejo, sintió alivio, aunque fingió no sentirlo. ¿Por qué desechó la idea de ir al Registro Civil e inquirir, de una vez por todas, si había o no un tal José Melgarejo? Se persuadió de que era para que el rastro de su curiosidad no lo delatase. Pero la razón escondida era otra: tenía miedo de encontrarse con que sí vivía ese señor.
Como quiera que sea, lo cierto es que Quiroga se embarcó en los preparativos del crimen perfecto. Cómo, cuándo, dónde y con qué, todavía no lo podía saber. Al topar con la víctima pensaría en todo ello. Con los hilos de las circunstancias tejería su trama. Entretanto lo primero que había que hacer era quemar su biblioteca policial, no fuera que alguien metiera allí las narices y oliera el pastel. Y después, rodear su vida con un halo de inocencia. Mejor todavía, convertir toda su vida en una coartada colosal. Sin exagerar, sin llamar la atención con costumbres nuevas, había que enaltecer su reputación — intachable, a decir verdad — para que, sucediera lo que sucediera, nadie se atreviese a acusarlo. El pertenecer al patriciado criollo lo ayudaba. Era estimado, en círculos sociales influyentes, como hombre de orden, rico, conservador, culto. (Su locura era interior y secreta.) Si algo dejaba ver eran meras chifladuras. Pero ¿quién iba a notarlas? En estos tiempos todo el país estaba patas arriba y a diario los papanatas comulgaban con ruedas de molino, ¿quién, pues, iba a asombrarse de las opiniones que Quiroga lanzaba desde su sillón del Club? Opiniones inofensivas por lo demás. ¿Y sus artículos periodísticos? Júzguense los temas: folklore, genealogía, anecdotario patriótico... Nada, que se le respetaba. Hasta había políticos de barrio que sopesaban las posibilidades del doctor Quiroga como candidato del Partido Nacionalista. Quiroga se sonreía. ¿Político él? ¡Qué ideal Nunca, nunca. Pero se relamía de gusto. Su respetabilidad agregaba una nueva fruición a sus fantasías macabras: si lo cogían después de asesinar, caería como Sansón, abrazado a las columnas de la sociedad.
Una tarde la urbe resonó con la caballería del Ejército marchando sobre la Casa de Gobierno. Horas después se anunció por radio que una Junta de militares, presidida por el general Veintemilla, gobernaría provisionalmente para salvar la patria ya no recuerdo de qué males. Los nacionalistas vivaron el Ejército, ofrecieron su apoyo al General y solicitaron empleos públicos. Entonces fue más admirable que nunca el alma de violeta del doctor Quiroga. Daba consejos, asistía a reuniones partidarias, aunaba voluntades, pergeñaba editoriales para el periódico oficial, pero modestamente se oscurecía. Lo dicho: un alma de violeta. “Si usted quisiera, doctor...” Ni hablar. El doctor no quería. No quería nada. Jamás aceptaría del gobierno un cargo rentado.
De improviso surgió un nuevo caudillo: un general que acababa de regresar de la Italia de Mussolini después de varios años de agregado militar en la Embajada. Organizó en secreto a los jefes de regimiento y una mañana los periódicos trajeron la noticia con títulos a toda página: “Veintemilla renuncia”; “Una nueva Junta nombra presidente al general José Melgarejo.”
El corazón dio tal vuelco que Quiroga creyó que otra persona le habitaba el cuerpo. También la cabeza le dio vueltas y en una de ésas estuvo a punto de encontrar el juicio que había perdido. ¡José Melgarejo! Se miró al espejo. Demudado. Ojeroso. Se miraron, él y su imagen, y se dijeron con el mismo movimiento de labios: “ya apareció.” Se avergonzó de ser un pusilánime y, con la inconsciencia del fanático, se lanzó a la aventura. Había que planear el crimen. El primer paso: acercarse a la víctima.
No fue difícil. Hasta se dio el lujo de rehusar varias veces la invitación de los nacionalistas para visitar al dictador. Al fin aceptó y lo conoció en una reunión a puertas cerradas de militares y políticos. José Melgarejo era corto de estatura, con manos pequeñitas, carnes muy blandas y cierta gordura femenina, pero su rostro revelaba a cada mirada el ascendiente de un caudillo. Quiroga no sintió el magnetismo de esas miradas, sin embargo: desde el primer instante lo vio ya occiso, con los ojos pegados. ¡Por cierto que hacía un lindo cadáver! Quiroga intervino sesudamente en la conversación. Lo invitaron a otras reuniones. Y en la histeria de esos días su palabra sonaba sana. La seriedad de Quiroga parecía patriotismo: era en verdad la rigidez del alevoso. Encantó a Melgarejo. Una vez Melgarejo lo invitó a él solo. Hablaron sobre la crisis. El gobierno militar se había desacreditado: ¿cómo darle popularidad? Quiroga propuso que, en una forma o en otra, se regalara dinero a todo el mundo. Genial. Formidable. A nadie se le había ocurrido. ¿Y si él, Melgarejo, transmitiera por la Radio del Estado un discurso anunciando la buena nueva? Sí, sería un buen comienzo. El doctor Quiroga, eso sí, tendría que encargarse de escribir el discurso. Bien. Sí. El doctor Quiroga lo escribiría.
Y así Quiroga tuvo acceso al despacho del dictador y a poco entraba y salía como Pedro por su casa. No aceptó el ofrecimiento de una Dirección General, pudor que le valió aún más la estima de Melgarejo. Se hicieron amigos. A veces era Quiroga quien se lo llevaba a celebrar una de esas deliciosas cenas que Bonifacia sabía preparar. Una noche, cenando en casa de Quiroga, se mostró Melgarejo muy preocupado por la fuerza creciente de la oposición.
— Hay que dar apariencias de legalidad a los actos del gobierno — aconsejó Quiroga —. Lo mejor sería convocar a elec­ciones y que pase a ser presidente constitucional.
— ¿Y si no me eligen?
— ¡Cómo no lo van a elegir! Ya sabe cómo se hacen estas cosas. No hay cuidado. A la oposición se la mete en cintura. Un poquito de fraude... En el peor de los casos, usted se queda, pase lo que pase, y todo sigue como ahora.
Se organizó la campaña electoral. Quiroga estaba a todas horas con Melgarejo. Dio constantes pruebas de lealtad. Lo cubrió con su cuerpo cuando asaltaron a balazos el tren en que viajaba. Sacó las castañas del fuego cuando algunos jefes del ejército empezaron a amotinarse. Los políticos, seguros de que el doctor Quiroga no abrigaba ambiciones personales (y de que, por otra parte, no se oponía a las ambiciones personales de los demás) lo ayudaban. Había caudillos reacios, en las provincias más lejanas.
— Déjemelos por mi cuenta — dijo Quiroga —. Los voy a invitar a mi casa. Una fiesta criolla, con vino, empanadas, cordero asado, alfajores y... ¡folklore! Usted les endilga un discursito. Volverán a sus pagos vibrantes de entusiasmo patriótico. Déjemelos por mi cuenta.
La víspera de la fiesta — sábado — Melgarejo y Quiroga se quedaron toda la tarde en la Casa de Gobierno. Salieron al anochecer. En la antesala se les juntó el edecán, Mayor Rosas. “Ah, también viene el edecán a pasar la noche en casa,” se dijo Quiroga. “Bien: en vez de seguir el Plan N" 1 seguiré el Plan N° 2 o el Plan N° 3, según lo que convenga.” Subieron al auto presidencial y partieron. La ciudad, siempre noctámbula, se despertaba y abría miles y miles de ojos iluminados. En cambio, en los suburbios, el parque, oscuro como una sola mancha de árboles, se había echado y parecía dormir con un ojo abierto: el lago. Dejaron el parque atrás. A los lados del camino, unas pocas casas humildes. Después, campo. Otro grupo de casas, con una iglesita barroca rezando en la noche, y a los cinco minutos llegaron a la quinta del doctor Quiroga. Atravesaron las verjas, despidieron al chofer y entraron en el chalet principal. Cenaron. Quiroga trajo unos papeles y se dispuso a tomar notas sobre la reunión del día siguiente.
— Puede retirarse cuando guste — dijo el General a su edecán —. El doctor Quiroga y yo trabajaremos hasta tarde. Mañana, a las once... No: a las once y media, venga a pedir órdenes.
— Ah — intercedió Quiroga con un aire tímido de anfitrión que teme no dar a sus huéspedes toda la comodidad merecida —. En el otro chalet sólo tengo una habitación arreglada, de modo que, si no les es molesto, ustedes se quedan aquí. El Mayor puede descansar en mi cuarto. Permítame mostrarle el camino. Usted, General, tiene ya su habitación preparada. Cuando terminemos de trabajar yo me iré al otro chalet.
— De ninguna manera — dijo Melgarejo —. El Mayor puede dormir en el otro chalet y nosotros nos quedamos aquí. ¿Por qué va usted a dejar su propio cuarto? ¡No faltaba más! El Mayor estará cómodo allá, ¿no?
— Naturalmente — contestó el Mayor.
— Como ustedes quieran — dijo Quiroga. Y pensó: “Hay que seguir, pues, el Plan N° 3.”
Se despidieron. Quiroga y el Mayor Rosas salieron del chalet, cruzaron el garage y entraron en el chalet gemelo. Después de aposentar al Mayor, volvió Quiroga junto al General y empezaron a cambiar ideas. Quiroga tomaba notas y disimulaba su impaciencia. Media hora más ¡y el crimen perfecto! Había premeditado los menores detalles. Plan N° 3. Cada cosa, en su sitio. El tiempo de cada acción, calculado minuto por minuto. Los movimientos de las personas, previstos hasta en sus incongruencias. Su coartada, infalible. Con su imaginación había recorrido todas las etapas del asesinato, con su imaginación ya había asesinado. Sabía qué precauciones tomar en cada caso para no dejar pistas. Ahora, antes de asesinar de veras, contempló en su mente, por última vez, el diagrama de ese juego. Impecable. Cabal. No le faltaba nada, ni siquiera el reto a la policía. Porque al final había dejado una incógnita enorme. Más caballeresco no podía ser. Juego limpio. Ahí quedaba ese cabo suelto, para espolear el interés de algún pesquisante. En los anales policíacos quedaría inscripto ese áureo signo de interrogación.
Cuando los sirvientes y peones se retiraron a la casita de ser­vicio y al rancho, perdidos en el fondo de la huerta — eran las nueve y media —, vieron el chalet iluminado. Allí se seguía traba­jando.
Domingo. Siete de la mañana. Bonifacia, al levantarse, encontró al doctor Quiroga en el patio, colgando de una guirnalda un gran retrato del general Melgarejo. El retrato, sonriente, parecía el aviso de algún dentífrico.
— Simpático, el General ¿no? — dijo Bonifacia.
— ¿Verdad que sí?
— ¿Duerme todavía?
— Como un tronco.
— ¿Le preparo el desayuno?
— ¿A mí? No, gracias. Ya lo tomé. Dentro de un rato iré a ver si el Mayor Rosas está despierto. Si está, le aviso y usted le dice a Lucía que le lleve el desayuno. ¡Cuidado con Lucía! ¡Je, je! El Mayor debe de tener buen ojo para las muchachas guapas... Por el General no se preocupe. Va a dormir hasta tarde. Cuando se levante, yo la llamaré, Bonifacia. Tenemos que andar rápido. Hay mucho que hacer. A Manuel, que trinque el cordero y encienda el fuego. Usted no me lo pierda de vista. ¡Mire que hoy nos juga­mos la reputación de cocineros! La salsa: Bonifacia ¡cuidado con la salsa! Ah, ya probé uno de sus alfajores: ¿sabe que le salieron ricos? Y la masa para las empanadas, no le digo nada. Tiene buena cara. ¡Ojalá que el relleno le vaya a la par! Después que lo pruebe me dice, con toda franqueza, qué le parece. Ahora vaya rellenando las empanadas. ¿Y Teresa?
— Fue a misa.
— Está bien. Cuando vuelva, que se arregle bien, con el vestido que le compré. Lo mismo a Lucía. Que pongan la mesa. Otra cosa: que Lucía no me alborote a los invitados, ¿eh? ¡Je, je! La muchacha tiene el diablo en el cuerpo. Yo le voy a decir, Boni­facia, a qué hora hay que poner la grasa a calentar. Cuando caigan los músicos haga que les sirvan unas copas. ¿Y qué más? Bueno, por ahora eso es todo. Vaya, no más.
Detrás del chalet, entre el jardín y la fuente, ordenaron las sillas para los músicos. El patio se angostaba, entraba en una glorieta cubierta de jazmines del país — allí tendieron las mesas — y salía por el otro lado, para ensancharse otra vez, camino a la huerta. Vinieron los peones y celebraron el sacrificio del cordero asado. Vino Teresa y se vistió con la falda de paisana — amarillo, rosa — que el doctor Quiroga había encargado. Vinieron los mú­sicos y bailarines, y se disfrazaron con trajes más o menos tradi­cionales. Al fin vino Lucía, con su falda nuevecita, violeta y ama­rilla. El Mayor Rosas — ocre, rojo, plata, oro, negro, verde, azul — apareció, muy satisfecho, retorciéndose el bigote, y agregó al carnaval criollo arreos de opereta vienesa.
— Doctor Quiroga — dijo —. Ya es hora. Voy a pedir órdenes al general.
— ¿El general? Todavía no lo he visto. ¿Ya son las once?
— Las once y media.
Fueron a la habitación de huéspedes. Quiroga golpeó la puerta, respetuosamente. Nadie contestó. Ahora golpeó recio. Nada. Se volvió hacia el Mayor Rosas y le dijo, riéndose:
— ¡Le ha hecho efecto! Anoche no podía dormir. Se tomó un narcótico. ¿Lo despertamos?
Pero no pudieron abrir la puerta.
— ¡Mi general! — gritó el Mayor. Sacudió la puerta. Gritó otra vez, arrimando la boca a la cerradura. Quiso mirar por la cerradura.
— Tiene la llave echada por dentro — dijo el Mayor.
— Sí, ya veo — contestó Quiroga. Y agregó, riéndose otra vez
— ¿Oye cómo ronca? ¡No lo despertamos ni a cañonazos!
En efecto, se oía la respiración profunda, lenta, acompasada del dormido.
— ¿No hay otra puerta?
— No. Pero el cuarto tiene una ventana, que da al patio. Hagamos la prueba.
Dieron la vuelta por el pasillo, salieron a un soportal — desde donde se veía el patio y la glorieta — y se acercaron a la ventana. Estaba clausurada, con los pestillos echados por dentro. Una cor­tina espesa, corrida, no dejaba ver nada en el interior de la habi­tación.
— No hay caso — dijo Quiroga—. En la parte de atrás hay una claraboya, pero está muy alta y además es tan pequeña que no podríamos asomar la cabeza. No hay nada que hacer. Esperemos. Dejémoslo dormir una hora más. Si no se levanta cuando lleguen los invitados — y volvió a reírse — derribamos la puerta, lo zama­rreamos y le damos una ducha. Debe de haber recargado la dosis del narcótico que le prescribí.
Doce y cinco. Llegaron tres automóviles, repletos de gente. Las muchachas empezaron a servir el vermouth. Las guitarras y bombos rompieron a tocar vidalas, cuecas, zambas. Se formaban grupos de conversación muy animada. Quiroga se disculpaba por no poder estar con todos. Iba de un lado a otro, sonriente, atento. A ratos entraba en la casa, pero los invitados no lo echaban de menos. Ya venía otra vuelta de vermouth, servida por la linda Lucía. La una menos cuarto. Los bailarines formaron la cueca. Al cabo, Quiroga se acercó al Mayor y le dijo:
— ¿Y? ¿Qué tal? ¿Le gustan los bailes?
— Mucho — respondió el Mayor. Y después de un silencio agregó —. ¿Todavía no ha visto al General?
— No. Seguirá durmiendo.
— ¿No cree que deberíamos ir a decirle que han llegado todos?
— Sí, tiene razón. ¡Qué cabeza la mía! ¿Qué hora es?
— La una y cuarto.
— ¿Ya? ¡Qué barbaridad! ¡Cómo pasa el tiempo! Sí, claro. Hay que llamar al general. ¿Vamos?
Al volverse Quiroga levantó la vista y miró hacia la ventana del General.
— Sí. Se ha levantado — le dijo al Mayor, señalándosela—. ¿No ve? Ha abierto las cortinas.
Llegaron al cuarto, golpearon. No respondieron. El Mayor se apoyó en el picaporte y la puerta cedió. Sólo que, al abrirla, el General no estaba. La cama, deshecha; las sábanas, arrugadas; la almohada, hundida. En la cerradura, la llave. Por lo visto, el Ge­neral se había vestido y salido del dormitorio. Tampoco lo encon­traron en el baño. Bonifacia — la única que, además del doctor Quiroga, había andado por la casa — no sabía nada.
— ¿Adónde habrá ido? — murmuró Quiroga —. A menos que...
— ¿A menos que...? — repitió el Mayor.
— Nada. Luego le contaré.
Quiroga cogió al Mayor del brazo y recorrieron otras depen­dencias del chalet. No. El General había hecho mutis. Salieron al jardín delantero. Nada. Ya aguardaba allí el chofer con el auto presidencial. No, el chofer no había visto al General.
— ¡Qué raro! — exclamó el Mayor—. ¿Dónde se habrá metido?
— Puede ser que mientras nosotros entrábamos por atrás, él salía por delante. Quien le dice que ya se ha reunido con los in­vitados.10 Vamos.
— ¿Dónde se habrá metido? — murmuró el Mayor.
— ¿Se habrá ido a misa? — dijo Quiroga, sin convicción.
— ¿A misa? Lo dudo... Usted dijo: "A menos que...”
— Nada, nada. Después hablaremos. Ahora hay que atender a las visitas. Hagamos como que el General ha tenido que ausen­tarse por un asunto urgente. A lo mejor, vuelve a tiempo.
Una y media. Se sentaron a la mesa. Bonifacia y las muchachas trajeron fuentes llenas de empanadas recién sacadas de la sartén. El vino empezó a correr. “¡Viva el general Melgarejo!” “¡Viva, viva!” El frugal Quiroga fue a ver si el asado estaba a punto y, de paso, pidió a los músicos que tocaran un carnavalito. Después de las empanadas, el cordero. Y después, alfajores, frutas... El Mayor miró a Quiroga y le hizo un gesto: “¿Y? ¿Qué hacemos?” Ya no era posible esperar más. Los bailarines habían terminado. Habían retirado los platos. Bonifacia traía el café. El doctor Quiroga se puso de pie, esperó que se hiciera un silencio y empezó su dis­curso. Disculpó la ausencia involuntaria del general Melgarejo y en seguida entonó las alabanzas. Con voluptuosa travesura eligió las palabras de suerte que valieron simultáneamente como pane­gírico y como oración fúnebre. Nadie percibió sus sutilezas necro­lógicas, y Quiroga sonrió al oír los gritos, ahora sí que inútiles, de “¡Viva el general!” “¡Viva, viva!” Resonaron otros discursos, a cual más elocuente. Terminó la sobremesa. Terminó la fiesta. Se fueron todos. Todos menos el Mayor Rosas.
— Usted ha de estar rendido, doctor Quiroga; pero ¿me per­mite que abuse un poco más de su hospitalidad?
— ¡Por Dios! ¡No faltaba más! Lo que usted quiera. Está en su casa.
— Gracias. Quisiera hablar por teléfono, para ver si el Ge­neral está en su casa o si ha ido a la Casa de Gobierno.
No. Nadie sabía dónde estaba el General.
— ¿No le parece raro? — preguntó el Mayor mientras colgaba el teléfono—. No acabo de explicarme cómo el General ha podido irse así, sin despedirse de nadie, sin siquiera avisarle a usted... Recuerdo que usted iba a decir algo... “A menos que...” empezó a decir, y se calló. ¿Qué iba a decir?
— Bueno. El mismo General, cuando lo vea, le explicará mejor que yo por qué se fue. Es que anoche, después de muchas horas de escribir y romper papeles, se sintió irritado. De pronto le dis­gustó la idea de esta fiesta... No sé... Se le puso entre ceja y ceja que era humillante para él tener que rebajarse a esto... Que él no tenía por qué buscar la amistad de los políticos... Que después de todo él gobernaba por la fuerza del ejército y no necesitaba de farsas electorales... Y hasta insinuó que, a lo mejor, se iría sin esperar a nadie. Más aún: que estaba tan cansado de lidiar con problemas que no podían resolverse, que tenía ganas de mandar todo a los mil demonios, renunciar al gobierno e irse a algún sitio más tranquilo, a pescar truchas o a papar aire por las calles... Son sus palabras. Yo me reía. No le contradije. Hablaba y hablaba. Estaba muy excitado. Supongo que por eso me pidió un soporífero, para poder dormir. Desde luego, no le creí. Pero, el resto ya lo sabe usted, cuando abrimos la puerta y vimos que el General se había levantado y se había ido calladito sospeché que había cum­plido su amenaza.
— Pero si es así ¿dónde se fue? ¿Y cómo? No tenía auto, así que ha tenido que irse a pie. ¿Largarse por el camino, a pie, al mediodía? ¡Hum! No lo creo.
— ¿Y si se fue caminando hasta la Iglesia? ¿Y de allí al parque?
— Qué quiere que le diga, doctor Quiroga, no lo creo. En fin, es cosa de esperar. Hay algo raro. Si usted no tiene incon­veniente me gustaría echarle otra ojeada al dormitorio del Ge­neral.
Fueron. Todavía no lo habían arreglado. El Mayor observó todo. Sobre la mesa de luz, una lámpara enchufada en un tomaco­rriente del zócalo, y el frasco con el dormitivo. En la pared opuesta a la puerta había una pequeña claraboya, semiabierta. Las cortinas, descorridas; pero el cristal de la ventana estaba pestillado.
Al día siguiente volvió el Mayor.
— Me temo que ha habido juego sucio — le dijo a Quiroga después de informarle que el General no aparecía por ninguna parte —. Un secuestro. Un crimen. No sé.
— Sí. Algo grave ha ocurrido — asintió Quiroga, muy preo­cupado —. Porque usted no cree que le haya venido una especie de surmenage, de amnesia, y se haya escapado por ahí...
— No, cómo voy a creer eso. ¿Usted cree?
— Francamente, no.
— Bueno. Entonces, manos a la obra. ¿Me deja usted inspec­cionar toda la quinta, interrogar a la servidumbre? No es que me las quiera largar de Sherlock Holmes...
En el magín de Quiroga la mención del nombre mágico de Sherlock Holmes tuvo la virtud de conferir al Mayor Rosas las facul­tades de Sherlock Holmes mismo. Sherlock Holmes, el taumaturgo, transmigrado y redivivo. “Ah — se dijo —, el Mayor Rosas es de los míos.” No esperaba que surgiera tan pronto el detective. Y que fuera un detective con aura de novelas. Había detectives mor­finómanos, cínicos, ciegos, con faldas, con sotanas, médicos, perio­distas, abogados, críticos, de arte... ¡Qué bien! La colección se com­pletaba: un Mayor de Ejército, detective... Y, complacido, adivinó en los ojos de lince del Mayor Rosas el genio del análisis y la de­ducción. Ahora se vería si los métodos de Sherlock Holmes eran infalibles.
Lunes. El Mayor Rosas invitó a Quiroga a que lo acompañase hasta la Casa de Gobierno. La Junta, reunida para considerar la emergencia, quería oírle. Quiroga, sin mover un pelo, dio todos los informes que le pidieron. Sí — dijo—, es posible que se trate de un secuestro. Si el General se fue a pie hasta la Iglesia, a lo mejor una banda de opositores que vigilaba nuestra casa lo levantó en un automóvil. En el mejor de los casos, lo habrán encerrado en algún sitio.
El Jefe de Policía, que estaba presente, escuchaba como si oyera llover. Quiroga se alarmó por su negligencia.
Martes. Tres de la tarde. En la Casa de Gobierno los miembros de la Junta, el Jefe de Policía, el Mayor Rosas y el doctor Quiroga, reunidos otra vez. La cosa está que arde. El General se ha hecho humo. ¿Y si la oposición se entera? ¿Hasta cuándo podrán man­tener el secreto? El doctor sugiere que la policía vaya a su casa, que revise palmo a palmo el terreno, que interrogue a todos los presentes en la fiesta... Sí, se hará eso y aún más, dice uno de los militares; y volviéndose hacia el Jefe de Policía le ordena:
— Usted mismo, personalmente, se me pone al frente de la in­vestigación ¿eh?
El Jefe de Policía se cuadra, coge su gorra, su sable, y le dice a Quiroga:
— ¿Vamos, doctor?
— Vamos — contesta Quiroga; y volviéndose hacia el Mayor Rosas trata de comprometerlo con un "¿vamos?” para que también los acompañe y no pierda el rastro. Porque, ha pensado Quiroga, el Mayor Rosas, nadie más, debe ser el Detective. ¿El Jefe de Policía? Un adoquín. Un inepto. Tirará por el suelo el precioso castillo armado en el aire. El Mayor sí que tiene pesquis. Sólo él es capaz de meter una clave dentro de otra y servirse de ese aparato lógico como de un telescopio. Una mota, una simple mota en el crimen, y el Mayor la notaría y acabaría por despejar el enigma. Si no lo despejaba ¿qué mejor tributo a la maestría de Quiroga? Orgullosamente, Quiroga desafiaba al más capaz. Una inteligencia contra otra inteligencia, esto es lo que todavía faltaba a su novela vivida. Por eso ha invitado al Mayor, el conocedor, el sabueso. Y el Mayor fue.
Pero ocurrió lo que Quiroga había temido. Al día siguiente el Jefe de Policía, extremando torpemente su celo, empezó a arrestar a políticos de la oposición, a allanar los locales donde se confabu­laban. A su consejo, el ejército hizo lo mismo con algunos oficiales antimelgarejistas. Y, como es natural, el país supo así que había gato encerrado. Antes de fin de semana todo el mundo sabía que el general Melgarejo había desaparecido. La oposición salió a la calle. Se distribuyeron volantes revolucionarios. Se empapelaron las paredes con carteles contra el gobierno. Hubo huelgas. Los estu­diantes vociferaban. Tiroteos. Muertos. Un sector del ejército apro­vechó la confusión para dar un golpe de Estado. El nuevo dic­tador, general Villa, desde los balcones de la Casa de Gobierno anunció que el régimen de Melgarejo se había podrido; que hubo que cortar por lo sano y que ahora el país estaba a salvo. El pueblo gritaba: “¡Viva el general Villa!” Alguien en un café insinuó en voz baja que a lo mejor el general Villa había mandado eliminar al general Melgarejo. Otro dio la conjetura por cierta. Un tercero agregó que en realidad había sido un duelo. Hubo variantes. No había sido un duelo a sable, sino a pistola. No había sido un duelo, sino un acto de coraje: Villa entró, él solo, en la Casa de Gobierno, se abrió paso a empujones y liquidó a Melgarejo con un dedo, el dedo del gatillo. El general Villa se convirtió en un héroe nacional. Halagado, no negaba nada, no decía nada. De la noche a la mañana desterraron al Mayor Rosas a la Embajada de Madrid, con lo cual se confirmó la leyenda de que el general Villa le había pegado un tiro a Melgarejo. ¿Por qué, si no, alejaba al edecán? La policía creyó prudente echar tierra al asunto. No fuera que, al manosear la cosa, tocaran de casualidad un fulmi­nante. La desaparición del general Melgarejo se convirtió en un secreto de Estado. Los diarios no se atrevían ni a mencionarla. Cuando el general Villa proclamó la amnistía, sus partidarios la in­terpretaron como una Ley del Olvido y creyeron saber qué es lo que Villa quería que olvidaran. Se olvidó, pues, a Melgarejo.
Quiroga se indignó: “¡Tramposos! ¡Así no se juega, qué dia­blos!” En primer lugar, despojaban su crimen de la gloria de una pesquisa. ¡Eso no valía! La policía echaba pie atrás antes de que se formara el rompecabezas. ¡Fulleros! La gracia de un asesinato está en vencer deportivamente, en buena ley, los mejores esfuer­zos de la policía. Pero si la policía, de entrada no más, abandonaba el caso ¿para qué había servido la delicadeza del asesino? ¡Qué país de porquería! En ninguna otra parte la policía se re­tiraría del tapete verde dejando al asesino cómoda­mente sentado, con los ases en la mano. Archivar el caso Melgarejo importaba tanto como tirar una joya a la basura, junto con una cantidad de crímenes vulgares que no se resuelven jamás, no por ser inso­lubles, sino por indiferencia de las autoridades. Y quizá a esas mismas horas andaba el Mayor Rosas jactándose por ahí de que, de no alejárselo del país, hubiera resuelto el misterio. Sí, es posible que el Mayor Rosas tuviera alguna sospecha. ¿Por qué no? Ese estupendo escamoteo del cadáver de Melgarejo tenía que atraer sospechas. Había contado con que sospecharían de él. Hasta le enorgullecía que sospe­charan de él. Pero ¿hubiera sido capaz el Mayor Rosas de encontrar alguna hilacha en el suntuoso tapiz de su crimen? No, no era posible. Quiroga esta­ba seguro de su arte. ¡Qué divertido hubiera sido en­frentarse a las sospechas del Mayor Rosas y desin­flarlas —pim, pam, pum— a alfilerazos! Sospechas inverificables. Quizá, dentro de muchos, muchos años, cuando se sintiera morir, llamaría a ese Sher­lock Holmes de sable, serreta y soles y jugaría con él como el gato con el ratón. "¿Se acuerda de aquel día de la fiesta —le diría al final, ya con el pie en el estribo, y después de haberlo humillado—, se acuerda cuando usted y yo nos acercamos a la habitación de huéspedes? Pues bien: el general Melgarejo ya no existía ni siquiera como corpus delicti”. "¿De ve­ras? ¡No puede ser! ¿Quiere usted decirme que el general no murió en la cama? ¡Cómo! Yo creí...” “Ya sé, ya sé... Los generales, normalmente, mue­ren en la cama; pero el general Melgarejo no llegó a acostarse. Yo deshice la cama, para hacer creer que él había dormido allí.” “¿Y los ronquidos que le escuchamos?" "¡Bah! producidos por una cinta magnetofónica. La habitación, amigo mío, estaba deshabitada.” “Pero si estaba cerrada por dentro”, diría el Mayor Rosas, sin salir de su estupor. Qui­roga le sonreía piadosamente. "Elemental, querido Rosas, elemental.” Y le contaría cómo dejó la cla­raboya abierta pero pestillo la ventana, salió del cuarto, corrió por afuera el cerrojo de la puerta y se llevó la llave, rodeó por el pasillo el cuarto, se arrimó a la pared de atrás, sujetó la llave en la hendija de una caña tacuara, desde la claraboya atravesó con la caña la habitación y metió la llave por el lado de adentro de la cerradura. Rosas, con la boca abierta, y sin disimular su admiración, ex­clamaría: "Ahora comprendo: con los mismos en­gaños, pero procediendo al revés, usted recogió la llave y abrió la puerta para hacerme creer que Mel­garejo había salido de la habitación. Doctor: ¡usted es un genio! Claro, nadie lo echó de menos a us­ted, pues la fiesta se hacía en el patio y los convi­dados encontraban muy natural que se moviera de un lado a otro... Doctor: usted es un genio”. “Gra­cias, querido amigo; ahora comprenderá usted por qué, para mantener el secreto de ese crimen ma­gistral que ahora le acabo de confesar, tengo que matarlo a usted. Esta copita de anís que usted se ha bebido estaba envenenada. Lo siento.” Quiroga suspiró. ¿Un genio? Bueno... ¿para qué negarlo? Era un genio, efectivamente. Pero su genial edificio ahora se desmoronaba. No solo le habían arrebatado la satisfacción de medir sus fuerzas con la jus­ticia y derrotarla, sino que hasta le habían robado el asesinato. Sí, el general Villa era un ladrón. Se había robado toda la fama. Probablemente era un mequetrefe incapaz de matar una mosca, y ahí es­taba en el sillón presidencial, pavoneándose con plu­mas ajenas, como un héroe de historia sudameri­cana pintado con los fascinantes colores de la san­gre. Más: Villa, al robarle el crimen, se lo envi­leció. Quiroga lo había consumado sin ninguna in­quina, con toda pureza y desinterés; ante la opinión pública, sin embargo, ese homicidio aparecía degra­dado en tiranicidio. Era tanto su rencor que hasta tuvo impulsos de ir a la Plaza Central y gritar a los cuatro vientos: "¡El asesinato es mío. Yo, yo, yo solito soy el asesino!" Y lo arrestarían. Y él dic­taría cuidadosamente su confesión. Y al día siguien­te, en los periódicos, a grandes titulares, la publi­carían. ¡La cara de las señoras! Si daba risa el solo imaginar sus visajes de asco. Porque en las buenas novelas de detectives, aun en las que no son buena literatura, la pasión por los problemas abstractos impone un helado recato en la descripción del de­güello. Esas novelas nunca llegan a dar repugnan­cia. Pero el estilo más desapasionado de la crónica periodística hace hervir las sensaciones del lector en un baño rojo. Los periódicos sí pueden dar repulsión. “Apenas el Mayor Rosas se retiró al otro chalet — se leería en El Bien Público—, el ingenioso Doctor Alfonso Quiroga suministró a Melgarejo un anestésico; y cuando perdió el sentido lo desnudó, le ligó brazos y piernas para evitar una abundante hemorragia, lo tendió en la bañadera, dejó correr el agua para que se llevara la sangre antes de que coagulara y comenzó a descuartizarlo vivo, con toda su pericia de cirujano. Melgarejo falleció en el curso de la delicada operación quirúrgica. Le sacó las vísceras, le cercenó la cabeza y dividió el cuerpo en cuatro pedazos. De las partes más carnosas apartó varios kilos, bien cortados. El resto, embolsado en una tela impermeable, lo llevó a la cocina, donde había puesto a calentar, al gas, un crisol de cobre lleno de una solución de soda cáustica y agua. Puso a hervir primero la cabeza y después, uno por uno, los miembros y pedazos sueltos. A medida que se di­solvían las proteínas y grasas fue sacando con unas tenazas los huesos, los lavó en la pileta y los astilló. En una olla calentó ácido nítrico y allí disolvió los huesos: el humo se iba por la chimenea. Cuando renovaba el ácido se cuidaba de mezclarlo con mucha agua para que, al derramarlo por la pileta, no corroyera las cañerías. A las ropas las desintegró en la solución de soda cáustica. Limpió los instrumentos y los guardó en su sitio...” Y así por el estilo. ¡La cara que pondrían los lectores de El Bien Público! Hasta la negra tinta del periódico tendría un olor deletéreo. ¡Y la nocturnidad de esa escena! Sublime, sublime... ¡Qué gran modelo! Clásico. Pero él no confesaría. Sería una locura. Con una confesión no ganaría nada. Echaría a perder el único mérito que le restaba: que nunca se supiera quién había despanzurrado a Melgarejo, y cómo. Sin contar con que, si confesaba, a lo mejor lo nombraban ministro. Porque así andaban las cosas en su país: ya ni un crimen decente se podía cometer porque en seguida lo hacían a uno héroe. ¡Qué lástima! Un crimen tan bonito, tan bien hecho... La hecatombe de la nueva revolución militar había quitado a la desaparición de Melgarejo el horror de la muerte y la gracia de jugar con la muerte. Una vasta conspiración de políticos, militares, periodistas, policías, charlatanes y cobardes habían inventado un móvil patriótico que deshonraba el desinterés de homicidio. ¡Que los partiera un rayo! ¿Por qué las novelas de detectives se escriben en inglés? ¿Será porque sólo en los países civilizados hay aversión a la muerte violenta? ¿O será que todas esas novelas de detectives son falsas? Juego mental, falso como el del matemático que traza su fórmula sabiendo que nunca tropezará con cosa que se le parezca, irres­ponsable como el del ajedrecista que sobre un tablero a cuadros da jaque a una pieza de palo. El criminal, en esas novelas, se afanaba en cerrar su crimen como una cámara hermética, con una cadena de causas y efectos bien eslabonados. Pero ese orden ¿no era falso? Orden necesariamente separado de la vida. Vida que es un absurdo caos. Ahora Quiroga despreció esas novelas. Se alegró de haberlas quemado. Se prometió no leer ni una más.

Poco a poco se le fue calmando el ánimo. Y se consoló pen­sando en que no era por su culpa que la hábil gradación de su crimen había terminado en un anticlímax; de un empujón hicieron rodar el crimen escaleras abajo, al sótano, grotescamente. Sí, todo se había venido abajo, pero Dios y él sabían que el crimen había sido perfecto. Crimen de sagrado simbolismo, con magnificencias de liturgia. A los bien cortados kilos de carne que había apartado los pasó por la picadora. Frió el picadillo, lo sazonó, lo mezcló con huevos duros, aceitunas, pasa de uva. Ya eran casi las siete de la mañana. Dejó que Bonifacia rellenara con eso las empanadas. Los políticos, al grito de “¡Viva Melgarejo!”, en una comunión de fe mística, se comieron en empanadas a Melgarejo. ¡Qué hermosura, qué hermosura! ¡Oh, si sólo hubiera habido un criminólogo de tal crimen! Beatamente, con resignación, Quiroga levantó los ojos al cielo. Algo de aquel candoroso resplandor que, después del holo­causto de Abel, debió de iluminar el rostro de Caín, brilló también en el rostro de Quiroga. “Dios y yo — repitió — sabemos que, a pesar de todo, el crimen fue perfecto.” Y ofreció a Dios, espectador único y mudo, su homicidio redondo como una hostia.

miércoles, 23 de mayo de 2012

Carta de Juan Perón a Ricardo Rojo


CARTA DE JUAN PERÓN A RICARDO ROJO.

Madrid, 2 de agosto de 1968

Señor Don Ricardo Rojo
Buenos Aires

Estimado amigo:

Al terminar de leer su interesante obra “Mi amigo el Che” deseo agradecerle la amabilidad de habérmelo enviado y dedicado: ha sido un verdadero placer su lectura. Esta relación histórica complementa admirablemente el contenido del “Diario del Che Guevara” publicado por el Gobierno Cubano y da una idea real de los dolores y sacrificios de todo orden que este extraordinario hombre ha debido soportar en su agitada vida de revolucionario.
Sin cuánto usted nos informa de su paso por el Congo y muchas otras circunstancias, no sería fácil comprender que un hombre ya fogueado y experimentado en la guerra de guerrillas se haya encontrado en Bolivia en una situación tan precaria de medios y preparación. La “guerra de guerrillas”, al contrario de lo que algunos suponen, es más vieja que “mear en los portones”, pues se practicaba ya en gran escala en la época de Darío II. Desde entonces, hasta la Segunda Guerra Mundial de 1938-1945, no ha dejado de ser en algunos sectores y circunstancias, la forma de lucha. Pero, como forma de guerra, tiene sus exigencias originales, según sean las condiciones que la situación presenta. La empresa de Ernesto Guevara era, a la vez que temeraria, casi suicida.
Yo, como profesional, he estudiado profundamente la guerra en la selva y he sido el creador del “Destacamento de Montes” que actualmente tiene guarnición en Manuela Pedraza, precisamente cerca de donde el Che tuvo que desarrollar sus tremendas operaciones, sin más medios que su extraordinario valor personal y la firme decisión de vencer que le animaba, como hombre de una causa. Sin embargo, cuando se opera contra las fuerzas regulares especialmente preparadas para esa clase de lucha, tales virtudes no son suficientes; es preciso, por lo menos, contar con algo seguro en cuanto a fuerzas y medios de subsistir en medio tan inhóspito.
Pero, pese a todo, yo creo como usted, que el sacrificio del Comandante “Che Guevara” no ha sido en vano: su figura legendaria ya ha llegado con su ejemplo a todos los rincones del mundo y muchos anhelarán emularlo. Es que esta clase de sacrificios no sólo valen por lo que hacen, sino también por el ejemplo que dejan para los demás. Hasta su muerte, por la forma miserable en que se ha producido, ha tenido la virtud de mostrar claramente con la clase de bárbaros que ha tenido que vérselas.
Yo soy de los que piensan que, así como no nace el hombre que escape a su destino, no debiera nacer el que no tenga una causa para servir, que justifique su pasaje por la vida. Guevara ha sido el hombre de una causa y eso es suficiente para colocarlo en la Historia con valores propios e imborrables. Por otra parte, combatir con éxito o sin él contra el imperialismo, ha sido en todos los tiempos un sello de honor para los hombres libres y eso nadie lo podrá borrar del epitafio que Guevara tiene sobre su tumba incierta en el espacio, pero tremendamente verdadera en el tiempo.
Le agradezco nuevamente su gentileza y le felicito por su libro tan instructivo para la juventud como útil para todos nosotros.
Un Gran abrazo.


                                                     Juan Perón

jueves, 22 de marzo de 2012

Carta de Maud Mannoni a Jacques Lacan

Viernes, 1970


Carta de Maud Mannoni a Jacques Lacan

Para que la Escuela viva, Lacan, tendría que dejar de ser una sociedad secreta. Esto exige la reforma de una mentalidad, empezando por usted...

Usted está demasiado viejo para cambiar, pero los otros son todavía más viejos que usted.

En cuanto a Vincennes, cuando se percaten de las cosas será demasiado tarde:

Más de cincuenta horas de enseñanza exclusivista, cursos de malos profesores que no citan sus fuentes y ni siquiera permiten que los estudiantes pongan en marcha un trabajo personal. Una teoría se valoriza cuando se la sitúa en relación con otras teorías, con relación a la clínica (de la verdadera), de lo contrario al final constituye... un delirio.

Puedo decirle lo que habría que hacer para volver viva a la Escuela, pero es que Usted está en dificultades con usted mismo, pues no quiere que se las toque (sus estructuras), entonces no se las toca, y la Escuela (sus analistas, su enseñanza) está en vías de convertirse en el museo Grévin.

MAUD MANNONI


( Mannoni, M. – Lo que falta en la verdad para ser dicha. Ed. Nueva Visión p. 140 )

miércoles, 21 de enero de 2009

El Poeta


Tú piensas que eres distinto,
porque te dicen poeta,
y tienes un mundo aparte,
más allá de las estrellas.


Tú piensas que eres distinto,
porque te dicen poeta,
y tienes un mundo aparte,
más allá de las estrellas.


De tanto mirar la luna,
ya nada sabes mirar.
Eres como un pobre ciego,
que no sabe a dónde va.


Vete a mirar los mineros,
los hombres en el trigal,
y cántale a los que luchan,
por un pedazo de pan.


Poeta de tiernas rimas:
vete a vivir a la selva,
y aprenderás muchas cosas,
del hachero y sus miserias.


Vive junto con el pueblo;
no lo mires desde afuera,
que lo primero es ser hombre,
y lo segundo, poeta.


De tanto mirar la luna,
ya nada sabes mirar.
Eres como un pobre ciego,
que no sabe a dónde va.


Vete a mirar los mineros,
los hombres en el trigal,
y cántale a los que luchan,
por un pedazo de pan.










"como el quebracho del monte,
sobre el hachazo florezco"

Atahualpa Yupanqui - La copla


jueves, 1 de enero de 2009

Emilio Rodrigué - De cómo los argentinos salvaron la tierra


La nave espacial, mejor dicho, ese complejo retículo molecular que se desplazaba en otro continuum, salió del hisperespacio el 5 de julio de 2056. A unos 3 minutos luz de la órbita de Júpiter. Los Xontl reconfiguraron su estructura habitual, dispuestos a iniciar el reconocimiento del tercero y más promisorio planeta de ese excéntrico sistema solar.

Los Xontl eran, galácticamente hablando, una especie muy especial en el cosmos. Su potencia intelectual no tenía rival, de no ser así no estarían, en esta fría mañana de julio, a cientos de miles de años luz de su planeta natal. Ellos eran una raza que, por así decirlo, mamaban matemáticas. Los Xontl neonatos balbuceaban ecuaciones en baberos topológicos. Sus bancos de memoria iban más allá de la memoria. Tenían además, una capacidad de atención tremenda. Trituraban lo fáctico con su atención.

Pero no está mal decir que todo tiene su precio y los Xontl habían perdido el capricho, la fantasía, el juego. El azar como cosa de pasmo les era ajeno. No comprendían la parodia, la entrelínea, la impostura, el amague, la bravata; es decir, todo “como si”. Su maravilloso pensar se cristalizaba en silogismos sin variables recurrentes. Demás está decir que eran implacables.

Cinco días después la nave espacial llegó a la vecindad de la Tierra. El campo de materia que la envolvía la hacía indetectable, de no ser así su presencia hubiese sido detectada en el cuadrante del cielo adjunto a la Cruz del Sur. Desde ese mirador, la visión del planeta verdeazulado era esplendorosa, para deleite y codicia de los invasores. La morfología de los continentes enseguida les adelantó una clave a sus mentes topológicas. La Patagonia y su proyección en Tierra del Fuego eran una clara flecha que indicaba el norte magnético[i]. Un contorno similar oficiaba de símbolo en su planeta madre; su remota flecha xóndica homóloga al cono patagónico. Contingencia de buenos augurios. Ese dato los llevó a captar primero las emisiones del Cono Sur. Las máquinas traductoras pan-semióticas pronto descifraron las transmisiones y los Xontl escucharon lo siguiente:

“Yo les pregunto, ciudadanos, yo les pregunto desde el fondo de mi corazón: ¿Qué es ser argentino? ¿Qué es ser argentino en la patria de nuestros días? Algunos de vosotros me dirán que ser argentino es querer a la patria, que es tener amor por lo nuestro, por nuestra hermosa tierra. Y así es. Pero ser argentino es mucho más que eso. Ser argentino es una tradición de excelencia. Ser argentino es constatar en nuestras venas el legado de sangre de colosos. Argentinos, descendemos de gigantes. Descendemos de hombres preclaros que se consumían en la hoguera del amor por la libertad de los pueblos. Prohombres que no sólo usaban el brillo tajante de la espada y el lúcido escalpelo de la pluma, sino que tenían, con el perdón de la palabra, los blip blip (aquí falló el traductor pan-semiótico) bien puestos.

El mensaje era bien claro, salvo una insignificante interferencia, y los Xontl comprendieron que estaban frente a un pueblo señero, orgulloso de su pasado. La elección de la seta patagónica había sido feliz.

Luego de una salva de aplausos prosiguió el orador:

“Por ello (seguían los aplausos)... por ello es que ser argentino es más que un querer a la patria y a las cosas nuestras. Ser argentino es mantener vivo y renovado el espíritu de Mayo y de Tucumán. Y hoy, al recordar esa gloriosa gesta de 1816, todo ciudadano, hombre o mujer, tiene que estar dispuesto a dar, para honor y honra de su patria, hasta la última gota de su sangre argentina”.

Con increíble celeridad los Xontl se ubicaron frente a la complejidad semántica del discurso de una especie alienígena. Llegaron a las siguientes conclusiones operacionales: 1- Se trata de un pueblo joven, bisexual y orgulloso de su pasado (Hay indicios de que ese pasado es reciente); 2- Su posición en la base de la flecha que indica el polo magnético, confirma la hipótesis de que es uno de los pueblos más influyentes de esta diversidad cultural no unificada políticamente.

Se plantearon dos interrogantes. Investigar la naturaleza de la sangre argentina (verificar el pasaje sobre la última gota de sangre) y averiguar, por extrapolación inductiva, qué son los “blip blip bien puestos”.

La estrategia de investigación fue simple: tomar una muestra de 12 argentinos, desangrarlos, disecándolos en un segundo tiempo en búsqueda de los “blip blip”, ya que el énfasis semántico hacía suponer que se trataba de un atributo anatómico. Obtener un grupo de control integrado por una docena de individuos alejados de la seta patagónica. Esta investigación piloto se realizó con el habitual rigor científico. La docena de argentinos fue cazada y seleccionada al azar sobre un área de mil plons cuadrados. Se eligieron, además, tres chilenos, tres canadienses, tres egipcios y tres chinos.

El primer argentino desangrado evidenció tener toda su sangre en un mismo tipo, con la dotación génica IA IA., que pasó a denominarse sangre “Tipo Argentino”. El segundo y el tercero también tenían la sangre del tipo argentino. El cuarto y quinto no. El antígeno protector era un tanto diferente, así como su modalidad de floculación y dispersión coloidal. Esa sangre se tituló sangre del “Tipo Canadiense” en honor, si cabe el término, del primer canadiense exangüe. En los argentinos que completaban la muestra se encontraron cuatro tipos de sangre: el argentino, el canadiense, el egipcio y el chino.

Con respecto a los blip los Xontl infirieron que se trataban de los testículos. La especulación sin duda era arriesgada, basada en los siguientes datos. 1- La inferencia anatómica de que los blip eran partes anatómicas; 2- El diformismo sexual de los argentinos (y los canadienses, etc.); 3- Los símbolos en la cultura argentina de valorización de lo sexual. El análisis macroscópico de los blip tendía levemente a confirmar la hegemonía argentina. De la muestra de 14 casos (en ambos grupos) los testículos argentinos habían sido un poco más grandes, pero la diferencia en volumen era casi imperceptible.

Grov esperó la venia del comandante para abrir la asamblea. Tuvo esto que decir:

- En síntesis el problema es el siguiente: ¿Qué se puede inferir de una raza cuya comunicación no coincide con la realidad? ¿Es previsible su motivación? ¿Es previsible su conducta para los fines de una invasión?

Flir señaló su participación:

- Si se estudian los 15 sistemas solares que hemos colonizado se comprobó que sólo los nativos de tres planetas decían inexactitudes y, en cada caso, ello se debió a falta de información. Considero que el relato no verídico refleja un estadio primitivo del hombre argentino. Infiero que dicen “hasta la última gota de sangre argentina” ya sea que ignoran que existen cuatro tipos de sangre o por insuficiencia en la muestra que los llevó a creer en una clase uniforme de sangre argentina.

Hubo manifestaciones de aprobación en la asamblea.

- ¿Y los testículos bien puestos?- dijo un Xontl.

- Eso tiene su lógica -respondió Grov-. La evidencia parece mostrar que tienen los testículos más grandes; mejor dicho, la envoltura que los aloja es más amplia. Es bien sabido que, en especies con diformismo sexual, pequeñas variaciones de tamaño, color o forma de los caracteres sexuales secundarios, adquieren propiedades apetitivas insospechadas.

- ¿Y si los blip no son los testículos?- preguntó otro Xontl.

Hubo demorada discusión sin llegarse a una conclusión. En general el consenso era que los terráqueos eran una especie primitiva, fácil de colonizar, pero, para disipar toda duda, se decidió capturar un nativo vivo e interrogarlo.

Los Xontl tenían la propiedad mimética de adquirir cualquier forma. Por eso Atnor, a la espera de que el nativo despertara, era una prodigiosa réplica humana. Todo estaba listo en la camaleónica estancia de la nave; los traductores pan-semióticos habían sido dispuestos de forma tal que el nativo escucharía al seudo-argentino hablando español. Además, para darle naturalidad al diálogo se había inducido un bloqueo amnésico en el entrevistado a fin de que éste no se cuestionara su presencia allí. Él se sentiría cómodo en la habitación.

Oscar despertó.

- Hola -dijo. ¿Qué tal?

- Hola -dijo Atnor.

- ¿Qué se cuenta? -preguntó Oscar.

Atnor revisó el código de señas disponibles y se encogió de hombros.

Una cierta curiosidad se despertó en Oscar que pregunta:

- Decime, ¿de dónde te conozco? Me parece que te he visto en alguna parte.

Atnor tenía un repertorio reducido de caras y la suya era bien parecida a la de Oscar.

- No, no creo.

- Pero sí, viejo, estoy seguro -afirmó Oscar- ¿Cómo te llamas?

- Atnor.

- ¡Antenor, viejo y peludo! Nombre criollo había sido. Con razón hablás con acento de la provincia: ¿salteño?

Atnor dudó antes de decir no. Los Xontl no mienten.

- Yo me llamo Oscar -y luego, más formalmente- Oscar Santillán, a sus órdenes.

El Xontl estimó que la situación ya estaba encaminada.

- Oscar ¿vos darías tu sangre?

- ¿Cómo? -preguntó Oscar- ¿Dar mi sangre para una donación?

- Sí.

- Un momentito. ¿No me digas que vos trabajás para una institución, como la de los Médicos sin Fronteras?

- No, sólo pregunto.

- Mirá viejo, te voy a decir lo que pienso en general. Yo así en cosas como dar sangre, donaciones, pagar impuestos, yo no me meto.

Oscar se pronunció:

- Yo, viejo, ¿yo?, argentino.

Atnor lo miró indeciso, sin comprender. Luego dijo:

- Pero si los argentinos estaban dispuestos a dar su sangre por la patria.

- Oscar lo miró con simpatía:

- ¡Ah, viejo criollo, chapado a la antigua!

Atnor no dijo nada y Oscar remachó su filosofía:

- Argentino, hermano, argentino. Hay que quedarse piola.

Atnor protestó débilmente:

- Hasta la última gota de sangre, decía el discurso...

Oscar se impacientó:

- Pero decime ¿en qué mundo vivís? -y, sin darle tiempo a responder completó- eso es para los gilunes, para los estrellados.

Oscar, para rematar su argumento, hizo un gesto redondo con las dos manos juntas:

- Eso es para los que las tienen bien grandes.

Y algo, un circuito, hizo ¡snap! en su red neuronal y el Xontl perdió el conocimiento.

En esa misma noche los Xontl partieron por el sector de la Cruz del Sur, siguiendo el derrotero que la flecha patagónica proyectaba estelarmente. No cabía duda que los enigmáticos argentinos eran un peligro.


[i] Este tema fue anticipado por Jorge Luis Borges en “Allá en el Sur”.


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de Emilio Rodrigué, en "La respuesta de Heráclito". Ed. Topía. Bs.As. 2006. pp.25-30.

sábado, 27 de diciembre de 2008

Atilio Veronelli - Consumo Cuidado

.
Cuento del graciosísimo libro de Atilio Veronelli, "Humor a la Veronelli". Ed. de la Flor. Bs. As. 1999. pp. 15-25.



CONSUMO CUIDADO


Yo soy un consumidor compulsivo. Así decía en un libro que me compré hace poco. Me lo compré mientras esperaba que un semáforo se pusiera en verde. Venía con dos cuadernos rayados de cien hojas, y diez biromes azules. Cinco pesos todo. Ahí en el libro, se explica todo lo que hay que saber sobre el consumo.

El consumo, como su nombre lo indica, es aquello que hace que la gente, con sumo cuidado, y con sumo placer, consuma esperanza, y se vuelque al consumismo. El consumismo, como su mismo nombre también lo indica, consiste en que todos anden con su mismo pantalón, con su mismo perfume, con su mismo auto... Como el comunismo.

¡Para mí el consumo es lo mejor que hay! Desde que existe el consumo, la vida del hombre se convirtió en un intento constante por tener cosas. ¿Para qué estudia un arquitecto? Para construir cosas. ¿Qué cosas? Casas. ¿Qué es una casa? El lugar donde uno tiene sus cosas. ¿Qué es una mudanza? El traslado de cosas de casa en casa. En la casa en la que estábamos ya no caben nuestras cosas. ¿Qué es la felicidad?... ¡Un montón de cosas!

Lo que uno tiene que tener, son cosas. Qué cosa, ¿no? ¿Qué sería uno sin sus cosas? ¡Cualquier cosa!

Una cosa, por ejemplo, que yo creo que todo el mundo debería tener, es una computadora. Porque con una computadora se pueden hacer un montón de cosas. Te podés conectar con la Internet. Eso es recopado, porque te podés conectar con una universidad de Canadá, y tenés un montón de datos... ¡Que a vos en la puta vida te interesaron! ¡Porque ni sabías que existía Canadá, mucho menos que había una universidad, y menos todavía que vos ibas a ir hasta allá para averiguar algo! Pero si no te comprás una computadora, hoy en día, te quedaste afuera. ¿Viste?

Otra cosa buenísima que me compré y que les recomiendo que se compren, es un péiyer. Para los radiomensajes... Yo me lo pongo en el cinturón, porque es más canchero. Y lo bueno que tiene, es que ni siquiera hay que mirarlo... Cada vez que recibís un mensaje, te da un shock eléctrico de 20 voltios.

Y si vos no te fijás enseguida quién llamó, a los treinta segundos te encaja otro de 40. Lo bueno que tiene para mí es que, aparte de que te avisa que tenés un mensaje, la electricidad te hace parar la japi.

Y por supuesto, también tengo... como muchos de ustedes... el teléfono celular. Yo mucho no lo uso, porque el número no se lo di casi a nadie... Para que no me cobren las llamadas. Y además, en general lo tengo apagado... Para pagar poco. ¡Pero es una comodidad!

Yo lo llevo apagado durante cinco o seis días, hasta que se le gasta la batería. Y ahí es cuando tengo que hablar, y busco un teléfono público.

Pero a mí, la verdad, lo que más me gusta... es ir al supermercado. A mí me gusta ir con el auto, así puedo comprar más cosas. Me encanta volver a mi casa lleno de bolsas. Por suerte yo siempre estaciono rápido, porque no tengo empacho en poner el auto en el lugar reservado para lisiados. Si cuando me estoy bajando viene alguno y me pregunta dónde está el lisiado, le digo que está debajo del auto, y que, justamente, acaba de empezar su vida como lisiado debido a mi rapidez para estacionar.

Después, voy y agarro un changuito. Los changuitos está todos en fila, como si cada uno se estuviera culiando al de adelante. Una gran orgía de changuitos a lo largo. Yo casi siempre elijo el que está en la punta, porque me parece que es el menos puto. Por lo menos a ése no se lo está culiando nadie.

Ahora, yo no sé si es un defecto de fábrica o si se debe al desgaste generado por el uso, pero... ¿vieron que en general alguna rueda le gira mal? O es un changuito que va hacia la derecha. Hay dos ruedas que están torcidas, y no se enderezan ni por puta. O si se enderezan ésas, las de atrás no quieren avanzar.

Y cuando el changuito está vacío, es más indominable. A veces hay una sola rueda que jode. Que está como trabada para el otro lado. Yo al principio trato de arreglarla, sacudiendo el changuito... Pero claro, obviamente, si está así hecha mierda, yo tampoco soy un quiropráctico de changuitos, como para, con un simple movimiento, corregir un defecto tan grande. Ahí es cuando a mí se me plantea una especie de desafío “hombre-objeto”. ¿Elijo otro changuito y te dejo solo en la fila, que te agarre otro y se joda, o me la banco? “Yo te voy a hacer andar por donde yo digo. Porque yo soy un hombre, y vos sos un changuito. Sos chiquito todavía, sos un changuito. Como un niño tucumano en chancletas.”

Después, mientras empujo, tengo que ir disimulando, como si quisiera ir justamente por donde va el changuito, y voy entrando en diagonal por el supermercado.

A mí me gusta ir de tarde. Porque a la tarde hay muchas más mujeres que hombres. Mujeres... horribles, en la mayoría de los casos. Pero bueno, uno está con un changuito, no con el auto, así que tampoco podés hacer demasiado. No podés parar con el changuito y decirle a una mina: “Te acerco hasta la góndola de las galletitas?”.

Además... Yo doy tantas vueltas hasta que encuentro todo lo que quiero... Hay gente muy metódica para hacer las compras, pero yo confío más en mi instinto aventurero: “Algo me dice que lo que busco debe estar por acá”. Y después tengo que retroceder. Y es difícil retroceder, porque el supermercado no está señalizado. Es el paraíso de los argentinos. Cada uno va por donde se le cantan las bolas. Total, si chocás no calienta, porque no es tuyo el changuito. Lo que hay que tener cuidado de no golpear, son las cosas que llevás adentro.

Yo a veces voy avanzando por las góndolas, y por ahí veo algo de reojo. ¿No? Como cuando uno va con el auto y ve una mina con lindo culo, y uno dice “Eh ¿bbbrrrem?”. Se cerciora de no chocar, frena, y después mira. Bueno, yo voy avanzando con mi changuito, y de repente veo algo de reojo. “¡Uy, me parece que eran las galletitas daiet! ¡Las daiet que estaba buscando! ¡Daiet lait!”. Y para no retroceder con el changuito, dejo el changuito estacionado, retrocedo y agarro las daiet lait, que tienen cero calorías y... Cero nada. O sea: me compro un paquete vacío pero de galletitas. Las tiro en el changuito, e inmediatamente se me hacen pomada. Entonces tengo un paquete de migas, daiet. A mí me da lo mismo, porque yo siempre sopeo las galletitas en el café con leche, y de esta manera me ahorro un laburo, porque directamente tiro el contenido del paquete en la taza, y se hace como un caldito. Ojo... No todos los productos se rompen. El agua mineral, no. Porque viene en pack. Los “packs” son grupos de botellas unidas por plástico. Yo por ahí necesito cuatro, y digo “Ma sí, me compro un pack”. ¡Mejor! Hay que tomar mucho agua mineral. Para poder ser como Valeria Mazza. Yo quiero ser como Valeria Mazza. Así me aseguro de que no voy a tener tetas.

Lo que es difícil de comprar es la baguette, porque no cabe en ningún lado. Antes, el pan lo vendían en la panadería. Pero se ve que a los supermercadistas no les alcanza con hacer desaparecer los almacenes. Quieren hacer desaparecer todos los negocios del barrio. La cuestión es: ¿dónde metés la baguette? Sí, no, no, la respuesta fácil yo la conozco. Tiene la formita, todo... Pero la verdad es que es grande hasta para eso. ¿Qué contradictorio, no? Uno se compra un pan grande, para cortarlo en pedazos. Mientas que hay montones de panes, ahí nomás, que ya vienen cortados. Lo que pasa es que a mí me gusta llegar a mi casa y decir: “Ah, compré baguette”. Como para que los demás se enteren de que hay una cosa extranjera en la casa. Aunque sea una flauta.

Porque vos no decís “Compré una flautita larga”, decís: “Compré baguette”, y da la sensación de que la trajiste recién horneada de Francia.

En cambio con los sachets de leche es al revés. Porque, lo pongas como lo pongas, igual parece que el sachet se queja. Es como si dijera: “Ay... no me gusta estar acá”, “Así me parece que me voy a reventar”. Encima, yo a los sachets de leche nunca les encuentro la fecha de vencimiento. O no figura, o está borroneada. Nunca sé si venció ayer, o si lo elaboraron mañana. Dice “elab, 19, barra, borrado, barra, 1”. ¿Esto será materia orgánica todavía?

Le pregunto al repositor: “¿El vencimiento de esto?”. “Está en el costadito”, me dice, como quien conoce las huellas de un camino. Y yo entro a girar el sachet y ni siquiera le encuentro el costadito. Y si esa leche está podrida, nos morimos todos en casa. De botulismo. Y si después la llevo de vuelta al supermercado y digo “Estaba podrida”, me dicen: “¡Y, viejo... se hubiera fijado en la fecha de vencimiento!”. ¡Mala leche!

Pero a mí, igual me gusta ir al supermercado, porque hay de todo y siempre está un poco más barato. La ropa, por ejemplo. Las remeras se las compra todo el mundo. Y como todo el mundo va al supermercado que queda cerca de su casa, después cuando uno va por el barrio, se cruza con mucha gente que anda con la misma remera. Y ya hay como una cosa tácita de buena vecindad: “¡Je! Cinco con cincuenta, en Carrefur”. “Buena pilcha, ¿eh?”, “¡Contámelo a mí!

Hay tantas cosas para comprar, que algunas son difíciles de encontrar. El otro día fui a comprar alimento para perro en lata. Tienen gusto a pollo, o gusto a carne, pero están hechas con mierda. Mi perro ya se acostumbró. De chiquito se comía su propia mierda, y ahora le gusta ver cómo la saco de la lata.

Había mucho alimento para gatos y bolsas de galletitas para perros, pero alimento en lata, no había. Agarro a una promotora y le pregunto... “¿Perdón, el alimento para perros en lata...?”. Me dice: “A la vuelta”. Doy la vuelta: sección jardinería. ¡¿Qué mierda tiene que ver el alimento en lata con la jardinería?! Pero igual miro. No lo encuentro. Miro de vuelta. Miro a la vuelta del otro lado: sección piletas de natación. Tampoco hay nada. Hay cloro, hay pastillas de cloro, cloro en supositorios, pero alimento en lata para perro, no hay. Como la promotora me lo dijo con mucha seguridad, no quiero volver y decirle (como un boludo) “No lo encontré”.

Me resigno, y al rato, justo cuando estoy por llegar a la caja, el tipo que está delante de mí, entre las cosas que saca, saca tres o cuatro latitas de las que yo estaba buscando. Yo estaba preparado para llegar a casa y decir: “No. No hay más. Parece que se cortó la cosa. El supermercado no las vende más. No es la onda que los perros coman de lata”. ¡Y no! Tiene cinco o seis. Y veo que sigue sacando. Claro, a lo mejor se las llevó todas él. Le pregunto: “Discúlpeme, ¿las latitas de alimento para perros, de dónde las sacó?”. “A la vuelta de la sección de gatos.” “¿La sección jardinería?” “Sí.”

Igual, para mí, por más que haya supermercados, shoppings, molls y todo eso, consumo, lo que se dice consumo, era el de antes.

Antes, el consumo estaba directamente relacionado con el status. Status es... una palabra en latín, cuyo verdadero significado sólo conoce Mariano Grondona. Así que no puedo explicar exactamente qué significa, pero hace veinte años atrás, si uno tenía un departamento, uno podía sentirse orgulloso y lleno de status. ¡Tengo un departamento! Con un portero, que me lava la vereda, expensas comunes, losa radiante, y un ascensor que me sube y me baja. En cambio ahora, ese departamento es un conventillo, donde la calefacción no funciona, los caños están podridos y los tienen que pagar entre todos, el portero te puede afanar, y en cualquier momento se cae el ascensor a la mierda. Por eso ahora ya no se habla más de status. Se habla de calidad de vida. Todo el mundo habla de calidad de vida. El doctor Cormillot, Teresa Calandra, María Julia Alsogaray...

Dice el doctor Cormillot que cualquiera puede tener calidad de vida. Cada vez peor. A medida que se tala el Amazonas.

Entonces, yo un día me dije a mí mismo: “Mismo, yo quiero una mejor calidad de vida, para mí, y para mi familia. Me voy a vivir a un country”. Y me fui a vivir a un country, donde además de calidad de vida, por sobre todas las cosas, encontré seguridad.

Yo vuelvo del trabajo, agarro Panamericana, y llego a la entrada del country, donde el personal de Seguridad verifica que yo soy yo mismo. Ellos se quieren asegurar de que uno es uno mismo. Si no, no te dejan pasar. Yo entro y salgo todos los días, igual me piden documentos.

Un día me afeité el bigote y no me dejaron pasar porque me había olvidado de avisarles. Está bien. Una cosa es la libertad y otra el libertinaje. No es como en los edificios de departamentos, que uno toca el portero eléctrico... “paparabapa, papa” ... “¡Soy yo!” Y te abren.

Acá se acabó la joda. Tenés que ir siempre vestido igual, peinado de la misma manera y con el mismo auto, porque si no te reconocen te quedás afuera.

Y si viene alguien a visitarte, y vos no avisaste, no entra. Ésa es una cosa buena de los countries, porque nadie llega a tu casa y te dice: “Uy, pasábamos por acá y dijimos: Vamos a tocarle el timbre a Carlitos”. Eso puede ser si uno vive en Callao y Santa Fe. Pero cuando uno vive en un country, los amigos piensan: “No, qué lo vamos a ir a visitar, si este hijo de puta vive en la loma del orto”. Es peor, en otro sentido, porque cuando vienen, es para pasar el día. Llegan con los chicos, la suegra y el termo para instalarse. Pero lo bueno es que si uno no avisó a Seguridad, no pueden entrar. Porque el tipo de la puerta no los conoce, y no sabe si ellos son ellos mismos.

En cambio, los de Seguridad, saben todo de mí. Saben cuánto cuesta mi casa, cuánto vale mi auto, en qué horarios salgo, en qué horarios queda sola mi mujer... A qué hora hace gimnasia con ese guacho que contrataron como profesor de aerobics. O sea: yo salgo mucho más tranquilo, y encima, agarro autopista, pago dos peajes, y en veinte minutos estoy en el Obelisco. No sé para qué hago eso, porque yo trabajo en Luján. Pero vale la pena, porque mi mujer disfruta de otra manera, y los chicos crecen sanos, y pensando que el mundo es así: un lugar rodeado de alambre, con dos tipos armados en una casilla.

Aunque a veces, los que cambian son ellos. La vez pasada llego y veo a uno que no conozco. Le pregunto... “¿Qué tal? Perdón... ¿Y Bartolomé?” “No, no está, no... lo metieron preso por el asunto del secuestro extorsivo. Pero quédese tranquilo, que yo soy el hermano.”

Es bárbaro. No hay forma de que alguien te asalte, porque están los de Seguridad. Uno sabe que ante cualquier problema, ellos van a reaccionar, y le van a dar una paliza al que sea. ¡Al que sea! Y eso nos incluye. Y eso es bueno. Porque también uno, en algún momento de locura, puede atentar contra el orden establecido. Y es bueno saber que uno tiene un hermano mayor que te vigila. Porque aunque yo compré mi terreno, y me construí mi casa, y pago las expensas, los servicios, y la seguridad, el lugar no es mío. O sea: es como un condominio. Un condominio, es como un condón donde uno está dominado. O, viéndolo de otra manera, uno es un forro, en medio de un campito alambrado, que hasta hace veinte años era un baldío, donde había dos caballos, y donde ahora uno dice: “¡Ah! ¡Con vista al golf!”. ¡¿Qué cosa, no?!

Yo creo que en el futuro todos vamos a vivir en el campo, interconectados por nuestras computadoras, comprando lo que necesitamos con nuestros celulares, haciendo ejercicio en nuestras casas, y viendo todo lo que pasa por televisión. Y todo va a ser perfecto.

Bueno... Casi todo... Dicen que el principal problema de los próximos siglos va a ser el aburrimiento. O sea: va a haber un montón de gente cagada de hambre, que va a seguir igual de entretenida que siempre, tratando de encontrar algo que morder. Pero la otra gente, la gente como uno, bah, como ustedes, va a estar aburrida, tratando de ver qué hace con el tiempo que le queda libre.

Las casas van a ser inteligentes, con lo cual más de uno se va a quedar afuera por boludo. Y gracias al consumo, yo creo que hasta los consoladores van a ser aceptados como un electrodoméstico más, y seguramente hasta van a venir bendecidos por la Iglesia. Viste cómo son los curas, no se van a querer quedar afuera del negocio. Van a venir con la carita del Papa y cuando lo prendés se va a escuchar un mensaje grabado: “El que no peca es un comilón”.

Entonces, ya, definitivamente, no va a haber que hacer nada. Y cuando lleguemos a ese punto, no vamos a tener más remedio que ser seres más espirituales. Hay unos libros que se venden ahora... 3 por 15 pesos... “Cómo ser espiritual, y no morir en el intento”. Un verdadero best-seller.

Por eso soy de los que piensan que no debemos desmoralizarnos. El futuro nos traerá montones de sorpresas. Montones de cosas nuevas que comprar. Todavía no alcanzo a imaginar cuáles pueden ser, pero ya tengo ganas de comprarlas. Así que sigamos adelante, con fe, con valor, con optimismo, y sobre todo... con sumo cuidado.