ENRIQUE ANDERSON IMBERT (1910)
Novelista, cuentista y crítico literario, Anderson Imbert nació en Córdoba e hizo sus estudios
primarios y secundarios en Buenos Aires y La Plata. En 1940 se graduó de
profesor en letras de la Universidad de Buenos Aires, y en la misma universidad,
seis años después, se recibió de doctor en filosofía y letras.
Interrumpió su carrera de catedrático de
literatura argentina y americana y literatura contemporánea en la Facultad de
Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán para aceptar una beca
de la Fundación Guggenheim, y se
trasladó a los Estados Unidos (1943). Después de haber enseñado
un año en el Smith College, regresó a
Tucumán donde se quedó como profesor hasta 1946. Al año siguiente volvió a los
Estados Unidos donde enseñó en la Universidad de Michigan y dictó cursos de
verano en varias otras universidades notables. En 1953 obtuvo por segunda vez
una Beca Guggenheim.
En 1957 le otorgaron la cátedra de literatura
ibero-americana en la Universidad de Buenos Aires; volvió otra vez a su país
natal, pero a principios de 1958 regresó a Michigan. Actualmente es
catedrático de literatura ibero-americana en la Universidad de Harvard.
Aunque mejor conocido en este país como crítico
literario y profesor, Anderson Imbert es
también un novelista y cuentista de primera categoría entre los prosistas
hispano-americanos actuales. En su ficción ha cultivado principalmente la fantasía
y el realismo mágico, pero también le ha interesado la creación de misterios y
de cuentos policiales.
En el cuento escogido para esta antología, se ve
no sólo la destreza de Anderson Imbert en crear un cuento bien estructurado,
sino también el leve humor del autor en su parodia de Don Quijote,
especialmente en la primera página, y su tratamiento humorístico de un tema
bastante grave.
Sus obras principales son Vigilia (1934); Las
pruebas del caos (1946); Fuga (1953); El grimorio [contiene,
además de los cuentos de Las pruebas del caos, gran número de cuentos
nuevos] (1961); El gato de Cheshire (1965); Historia de la literatura
hispano-americana (1954; 4o ed., 1962); La crítica literaria
contemporánea (1957).
En un lugar de Sudamérica, de cuyo nombre no
quiero acordarme, no ha mucho tiempo vivía un cirujano cincuentón, tan rico que
no necesitaba trabajar. En los ratos de ocio, que eran los más del año, se daba
a leer novelas de detectives. Se enfrascó tanto en su lectura que se le pasaban
las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio; y
así del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro de manera que
perdió el juicio. Se le llenó la fantasía de todo aquello que leía en los
libros; y vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el
mundo, y fue que, picado porque en todas las novelas que leía la justicia
acababa siempre por descubrir al delincuente, decidió cometer un crimen tan
perfecto que a él sí que no lo descubrieran.
Alfonso Quiroga — que así se llamaba nuestro
héroe — era recio de cuerpo y ágil de piernas, pero la cabeza lo avejentaba:
calvete, arrugado, con gafas de miope y un bigotazo gris. Vivía en una hermosa
quinta, en las afueras de la ciudad, sin más compañía que la de su servidumbre.
Al frente se alzaban dos chalets. Aparentemente gemelos — por dentro la
disposición de las habitaciones era diferente—, estaban separados por el
garage, ancho como para tres automóviles. En el chalet de la izquierda, que era
donde anteriormente había ejercido la profesión, estaba instalado Quiroga. El
de la derecha había quedado deshabitado desde que murieron sus hermanas. Al
fondo de la huerta, en una casita enjalbegada de cal, se alojaban Bonifacia,
una india ya muy vieja pero insustituible como cocinera, y los hijos de
Bonifacia: Lucía, redondita y agraciada; Manuel, con la boca desfigurada por
una coz; y la mujer de éste, Teresa, una apagada. Todavía más atrás de la
casita había un rancho, arrendado por dos peones.
Sirvientes y peones respetaban el dinero y la
bondad del doctor Quiroga, aunque solían irritarse al verlo tan entremetido en
los trabajos de la quinta. Tan pronto se ponía a podar los frutales del huerto
como movilizaba sus cacharros de química para exterminar plagas, pintaba un
cerco o se iba al gallinero a retorcerle el gañote a un pollo para el almuerzo.
Era parte del ejercicio físico que él mismo se había proscripto para no
sucumbir a la vida sedentaria. Lo hacía también por amor a las cosas del campo.
¡Hasta iba a la cocina y ayudaba a Bonifacia en los pasteles, tamales y
empanadas! Pero nada le gustaba tanto como leer los “mysteries” que recibía por
correo, directamente de Nueva York. Precisamente fue al leer Dead and Not
Buried cuando, fastidiado por la penuria imaginativa de H. F. M Prescott,
se le ocurrió a Quiroga que no sólo él sería capaz de escribir una novela
mejor, sino que hasta podría dejar seco a alguien sin que hubiera detective en
el mundo que lo desenmascarara.
Subió a su cuarto, se sentó en el balcón —era esa
hora del crepúsculo en que todavía no se ven las estrellas pero ya se las oye
venir a todo galope — y se entretuvo formulando una teoría del crimen perfecto.
Primera condición, claro, que nadie, al final de cuentas, pueda averiguar quién
fue el asesino. Ni por qué asesinó. Ni cómo asesinó. Ni con qué asesinó. Pero
no bastaba. Después de todo, crímenes así los hay a montones. ¿A montones? ¡Ja!
Eso es poco decir. El noventa por ciento diría él, el noventa por ciento de los
crímenes escapan a la acción de la justicia. Son, por lo general, crímenes
ciegos, contrahechos, torpes, estúpidos. Truculencias. Atrocidades. Bazofia de
todas las ciudades. ¡Bah! Porquerías de forajidos y facinerosos. No, un crimen
perfecto es, debe ser, una aventura intelectual. Requiere la contextura precisa
de una charada. ¡Eso! Tiene que ser una obra maestra. Un crimen riguroso e imaginativo
como un soneto. Ahí está el detalle. Y, como la poesía pura, debe ser
desinteresado. Matar por lucro, por venganza, por celos, por miedo, por
política, por misantropía, por eutanasia y la mar en coche echa a perder las
posibilidades artísticas de ese limpio acto de cortarle a un prójimo,
gratuitamente, la hebra de la vida. ¿Matar por el placer de matar? Tampoco.
Manía homicida, no; los maniáticos no sólo no pueden elegir entre el bien y el
mal, sino que tienden a reincidir y acaban por repetirse. Un crimen perfecto
tiene que ser libre y único. Se le perpetra sin móviles, sin egoísmos. El
perfecto asesino debe avanzar con ánimo deportivo, a sangre fría, como quien
acepta una apuesta. Descalabrar con un garrote a un pobre tipo que camina por
un callejón a oscuras es algo que pueden hacer millares de malhechores:
generalmente la policía no los encuentra nunca. Lo decoroso es despenar con
estilo, poniendo tal sello personal que importe el riesgo de ser cogido. Ahí
estaba lo deportivo de la cosa: firmar el crimen y sin embargo escabullirse.
Que el quitar de en medio a un semejante sea bello en sí, como una
prestidigitación. Para acrecentar esa belleza convenía crear problemas
difíciles. Por ejemplo: el problema de un cadáver encerrado por dentro en un
cuarto hermético, el problema de un cadáver que desaparece en presencia de
muchos testigos, el problema de un cadáver que no revela el arma real pero
inimaginable que lo fabricó... Y otros problemas menores: el de una serie de
asesinatos que se cometen de acuerdo a una clave secreta; el del criminal que
avisa a la policía cómo y cuándo perpetrará su homicidio; el de la coartada,
falsa pero indestructible; el de las huellas que se interrumpen a mitad del
camino, sin causa aparente; el de la casa inencontrable; el de un hombre
ubicuo... Y a estos problemas había que resolverlos con elegancia
trigonométrica. Quiroga soltó una risita picara. Trigonometría. ¡Qué bien!: el
triángulo de la víctima, el asesino y el detective.
Ya había caído la noche, y ahora se veía en las
nubes el aciago resplandor de las luces de la ciudad. Millares y millares de
estrellas; y allá abajo, millares y millares de seres que estarían en ese mismo
instante yendo y viniendo por el laberinto de calles. Uno de esos seres sería el
elegido para el sacrificio. Uno. Cualquiera. ¿Hombre, mujer? Lo mismo daba.
Elegiría la víctima al azar. O, mejor dicho, que el azar eligiera la víctima.
¿Cómo? Bueno...podría tirar la guía telefónica al aire para que cayera abierta
en cualquier página; podría, con los ojos cerrados, clavar la punta del lápiz
sobre cualquier nombre... No, no. La guía telefónica sólo da la nómina de un
sector social, en su mayoría masculino. ¿Era justo descalificar como posibles
mártires a quienes no figuran allí nada más que porque no pueden pagarse el
lujo de un teléfono o porque el teléfono está a nombre del jefe de la familia?
No señor. Había que complicar el juego del azar. Para corregir lo
antidemocrático de la guía telefónica recurriría a santos y santas cuya festividad
se conmemora todos los días del año. Que la guía de teléfonos indicara el
apellido, y que el santoral del calendario indicara el nombre. Deshojó el taco
del almanaque de pared y revolvió los días en el cesto de papeles. Metió el
brazo y sacó la hojilla del 19 de marzo: San José. Después hizo una papeleta
con cada letra del abecedario. Las revolvió. Escogió una: la “M”. ¡La cosa
marchaba!; “José M..." Escribió en otras papeletas solamente los números
de aquellas páginas de la guía telefónica que comprendían los abonados de la
letra M. Las revolvió. Escogió una: la página 387. Escribió un número para cada
columna de nombres en la página: salió la segunda columna. Contó las líneas de
cada columna y escribió un número para cada línea: sacó el número 9. Ansioso,
conteniendo la respiración, hizo que el dedo bajara por la torre de apellidos.
¡El apellido en la línea novena de la columna segunda de la página 387 era
Melgarejo! Sólo que no había allí ningún José Melgarejo. Bueno. No importaba.
Lo buscaría. Mañana mismo saldría de caza. Se rió como si le hicieran
cosquillas. ¡Linda cacería! Primero, él cazaba la víctima; después, un
detective trataría de cazarlo a él. ¡Ja, ja! ¡No está mal, no está mal! “José
Melgarejo.” Trece fatídicas letras. ¿Quién sería? Se acostó. Durmió como un
bendito: uno de sus sueños fue que José Melgarejo no existía.
Porque ¿es necesario decirlo? Quiroga estaba
engañándose. Si se trataba, lisa y llanamente, de despachar un hombre al otro
mundo, ¿a qué tantas cábalas? Con echarle el ojo a un Fulano de carne y hueso,
ya estaba. ¿No era lo mejor? ¡Ah! Es que allá, en la cueva más soterrada de su
alma, estaba el otro yo de Quiroga, haciendo votos para que el apócrifo José
Melgarejo siguiera siendo muy apócrifo. Pero Quiroga se engañó a sí mismo. Se
dio por satisfecho. El azar había formado un nombre: si el azar no formaba
también un hombre, no era culpa suya. Cuando vio que en la guía no había ningún
José Melgarejo, sintió alivio, aunque fingió no sentirlo. ¿Por qué desechó la
idea de ir al Registro Civil e inquirir, de una vez por todas, si había o no un
tal José Melgarejo? Se persuadió de que era para que el rastro de su curiosidad
no lo delatase. Pero la razón escondida era otra: tenía miedo de encontrarse
con que sí vivía ese señor.
Como quiera que sea, lo cierto es que Quiroga se
embarcó en los preparativos del crimen perfecto. Cómo, cuándo, dónde y con qué,
todavía no lo podía saber. Al topar con la víctima pensaría en todo ello. Con
los hilos de las circunstancias tejería su trama. Entretanto lo primero que
había que hacer era quemar su biblioteca policial, no fuera que alguien metiera
allí las narices y oliera el pastel. Y después, rodear su vida con un halo de
inocencia. Mejor todavía, convertir toda su vida en una coartada colosal. Sin
exagerar, sin llamar la atención con costumbres nuevas, había que enaltecer su
reputación — intachable, a decir verdad — para que, sucediera lo que sucediera,
nadie se atreviese a acusarlo. El pertenecer al patriciado criollo lo ayudaba.
Era estimado, en círculos sociales influyentes, como hombre de orden, rico,
conservador, culto. (Su locura era interior y secreta.) Si algo dejaba ver eran
meras chifladuras. Pero ¿quién iba a notarlas? En estos tiempos todo el país
estaba patas arriba y a diario los papanatas comulgaban con ruedas de molino,
¿quién, pues, iba a asombrarse de las opiniones que Quiroga lanzaba desde su
sillón del Club? Opiniones inofensivas por lo demás. ¿Y sus artículos
periodísticos? Júzguense los temas: folklore, genealogía, anecdotario
patriótico... Nada, que se le respetaba. Hasta había políticos de barrio que
sopesaban las posibilidades del doctor Quiroga como candidato del Partido
Nacionalista. Quiroga se sonreía. ¿Político él? ¡Qué ideal Nunca, nunca. Pero
se relamía de gusto. Su respetabilidad agregaba una nueva fruición a sus
fantasías macabras: si lo cogían después de asesinar, caería como Sansón,
abrazado a las columnas de la sociedad.
Una tarde la urbe resonó con la caballería del
Ejército marchando sobre la Casa de Gobierno. Horas después se anunció por
radio que una Junta de militares, presidida por el general Veintemilla,
gobernaría provisionalmente para salvar la patria ya no recuerdo de qué males.
Los nacionalistas vivaron el Ejército, ofrecieron su apoyo al General y solicitaron
empleos públicos. Entonces fue más admirable que nunca el alma de violeta del
doctor Quiroga. Daba consejos, asistía a reuniones partidarias, aunaba
voluntades, pergeñaba editoriales para el periódico oficial, pero modestamente
se oscurecía. Lo dicho: un alma de violeta. “Si usted quisiera, doctor...” Ni
hablar. El doctor no quería. No quería nada. Jamás aceptaría del gobierno un
cargo rentado.
De improviso surgió un nuevo caudillo: un general
que acababa de regresar de la Italia de Mussolini después de varios años de
agregado militar en la Embajada. Organizó en secreto a los jefes de regimiento
y una mañana los periódicos trajeron la noticia con títulos a toda página:
“Veintemilla renuncia”; “Una nueva Junta nombra presidente al general José Melgarejo.”
El corazón dio tal vuelco que Quiroga creyó que
otra persona le habitaba el cuerpo. También la cabeza le dio vueltas y en una
de ésas estuvo a punto de encontrar el juicio que había perdido. ¡José
Melgarejo! Se miró al espejo. Demudado. Ojeroso. Se miraron, él y su imagen, y
se dijeron con el mismo movimiento de labios: “ya apareció.” Se avergonzó de
ser un pusilánime y, con la inconsciencia del fanático, se lanzó a la aventura.
Había que planear el crimen. El primer paso: acercarse a la víctima.
No fue difícil. Hasta se dio el lujo de rehusar
varias veces la invitación de los nacionalistas para visitar al dictador. Al
fin aceptó y lo conoció en una reunión a puertas cerradas de militares y
políticos. José Melgarejo era corto de estatura, con manos pequeñitas, carnes
muy blandas y cierta gordura femenina, pero su rostro revelaba a cada mirada el
ascendiente de un caudillo. Quiroga no sintió el magnetismo de esas miradas,
sin embargo: desde el primer instante lo vio ya occiso, con los ojos pegados.
¡Por cierto que hacía un lindo cadáver! Quiroga intervino sesudamente en la
conversación. Lo invitaron a otras reuniones. Y en la histeria de esos días su
palabra sonaba sana. La seriedad de Quiroga parecía patriotismo: era en verdad
la rigidez del alevoso. Encantó a Melgarejo. Una vez Melgarejo lo invitó a él
solo. Hablaron sobre la crisis. El gobierno militar se había desacreditado:
¿cómo darle popularidad? Quiroga propuso que, en una forma o en otra, se
regalara dinero a todo el mundo. Genial. Formidable. A nadie se le había
ocurrido. ¿Y si él, Melgarejo, transmitiera por la Radio del Estado un discurso
anunciando la buena nueva? Sí, sería un buen comienzo. El doctor Quiroga, eso
sí, tendría que encargarse de escribir el discurso. Bien. Sí. El doctor Quiroga
lo escribiría.
Y así Quiroga tuvo acceso al despacho del
dictador y a poco entraba y salía como Pedro por su casa. No aceptó el
ofrecimiento de una Dirección General, pudor que le valió aún más la estima de
Melgarejo. Se hicieron amigos. A veces era Quiroga quien se lo llevaba a
celebrar una de esas deliciosas cenas que Bonifacia sabía preparar. Una noche,
cenando en casa de Quiroga, se mostró Melgarejo muy preocupado por la fuerza
creciente de la oposición.
— Hay que dar apariencias de legalidad a los
actos del gobierno — aconsejó Quiroga —. Lo mejor sería convocar a elecciones
y que pase a ser presidente constitucional.
— ¿Y si no me eligen?
— ¡Cómo no lo van a elegir! Ya sabe cómo se hacen
estas cosas. No hay cuidado. A la oposición se la mete en cintura. Un poquito
de fraude... En el peor de los casos, usted se queda, pase lo que pase, y todo
sigue como ahora.
Se organizó la campaña electoral. Quiroga estaba
a todas horas con Melgarejo. Dio constantes pruebas de lealtad. Lo cubrió con
su cuerpo cuando asaltaron a balazos el tren en que viajaba. Sacó las castañas
del fuego cuando algunos jefes del ejército empezaron a amotinarse. Los
políticos, seguros de que el doctor Quiroga no abrigaba ambiciones personales
(y de que, por otra parte, no se oponía a las ambiciones personales de los
demás) lo ayudaban. Había caudillos reacios, en las provincias más lejanas.
— Déjemelos por mi cuenta — dijo Quiroga —. Los
voy a invitar a mi casa. Una fiesta criolla, con vino, empanadas, cordero
asado, alfajores y... ¡folklore! Usted les endilga un discursito. Volverán a
sus pagos vibrantes de entusiasmo patriótico. Déjemelos por mi cuenta.
La víspera de la fiesta — sábado — Melgarejo y
Quiroga se quedaron toda la tarde en la Casa de Gobierno. Salieron al
anochecer. En la antesala se les juntó el edecán, Mayor Rosas. “Ah, también
viene el edecán a pasar la noche en casa,” se dijo Quiroga. “Bien: en vez de
seguir el Plan N" 1 seguiré el Plan N° 2 o el Plan N° 3, según lo que
convenga.” Subieron al auto presidencial y partieron. La ciudad, siempre
noctámbula, se despertaba y abría miles y miles de ojos iluminados. En cambio,
en los suburbios, el parque, oscuro como una sola mancha de árboles, se había
echado y parecía dormir con un ojo abierto: el lago. Dejaron el parque atrás. A
los lados del camino, unas pocas casas humildes. Después, campo. Otro grupo de
casas, con una iglesita barroca rezando en la noche, y a los cinco minutos
llegaron a la quinta del doctor Quiroga. Atravesaron las verjas, despidieron al
chofer y entraron en el chalet principal. Cenaron. Quiroga trajo unos papeles y
se dispuso a tomar notas sobre la reunión del día siguiente.
— Puede retirarse cuando guste — dijo el General
a su edecán —. El doctor Quiroga y yo trabajaremos hasta tarde. Mañana, a las
once... No: a las once y media, venga a pedir órdenes.
— Ah — intercedió Quiroga con un aire tímido de
anfitrión que teme no dar a sus huéspedes toda la comodidad merecida —. En el
otro chalet sólo tengo una habitación arreglada, de modo que, si no les es
molesto, ustedes se quedan aquí. El Mayor puede descansar en mi cuarto.
Permítame mostrarle el camino. Usted, General, tiene ya su habitación
preparada. Cuando terminemos de trabajar yo me iré al otro chalet.
— De ninguna manera — dijo Melgarejo —. El Mayor
puede dormir en el otro chalet y nosotros nos quedamos aquí. ¿Por qué va usted
a dejar su propio cuarto? ¡No faltaba más! El Mayor estará cómodo allá, ¿no?
— Naturalmente — contestó el Mayor.
— Como ustedes quieran — dijo Quiroga. Y pensó:
“Hay que seguir, pues, el Plan N° 3.”
Se despidieron. Quiroga y el Mayor Rosas salieron
del chalet, cruzaron el garage y entraron en el chalet gemelo. Después de
aposentar al Mayor, volvió Quiroga junto al General y empezaron a cambiar
ideas. Quiroga tomaba notas y disimulaba su impaciencia. Media hora más ¡y el
crimen perfecto! Había premeditado los menores detalles. Plan N° 3. Cada cosa,
en su sitio. El tiempo de cada acción, calculado minuto por minuto. Los
movimientos de las personas, previstos hasta en sus incongruencias. Su
coartada, infalible. Con su imaginación había recorrido todas las etapas del
asesinato, con su imaginación ya había asesinado. Sabía qué precauciones tomar
en cada caso para no dejar pistas. Ahora, antes de asesinar de veras, contempló
en su mente, por última vez, el diagrama de ese juego. Impecable. Cabal. No le
faltaba nada, ni siquiera el reto a la policía. Porque al final había dejado
una incógnita enorme. Más caballeresco no podía ser. Juego limpio. Ahí quedaba
ese cabo suelto, para espolear el interés de algún pesquisante. En los anales
policíacos quedaría inscripto ese áureo signo de interrogación.
Cuando los sirvientes y peones se retiraron a la
casita de servicio y al rancho, perdidos en el fondo de la huerta — eran las
nueve y media —, vieron el chalet iluminado. Allí se seguía trabajando.
Domingo. Siete de la mañana. Bonifacia, al
levantarse, encontró al doctor Quiroga en el patio, colgando de una guirnalda
un gran retrato del general Melgarejo. El retrato, sonriente, parecía el aviso
de algún dentífrico.
— Simpático, el General ¿no? — dijo Bonifacia.
— ¿Verdad que sí?
— ¿Duerme todavía?
— Como un tronco.
— ¿Le preparo el desayuno?
— ¿A mí? No, gracias. Ya lo tomé. Dentro de un
rato iré a ver si el Mayor Rosas está despierto. Si está, le aviso y usted le
dice a Lucía que le lleve el desayuno. ¡Cuidado con Lucía! ¡Je, je! El Mayor
debe de tener buen ojo para las muchachas guapas... Por el General no se
preocupe. Va a dormir hasta tarde. Cuando se levante, yo la llamaré, Bonifacia.
Tenemos que andar rápido. Hay mucho que hacer. A Manuel, que trinque el cordero
y encienda el fuego. Usted no me lo pierda de vista. ¡Mire que hoy nos jugamos
la reputación de cocineros! La salsa: Bonifacia ¡cuidado con la salsa! Ah, ya
probé uno de sus alfajores: ¿sabe que le salieron ricos? Y la masa para las
empanadas, no le digo nada. Tiene buena cara. ¡Ojalá que el relleno le vaya a
la par! Después que lo pruebe me dice, con toda franqueza, qué le parece. Ahora
vaya rellenando las empanadas. ¿Y Teresa?
— Fue a misa.
— Está bien. Cuando vuelva, que se arregle bien,
con el vestido que le compré. Lo mismo a Lucía. Que pongan la mesa. Otra cosa:
que Lucía no me alborote a los invitados, ¿eh? ¡Je, je! La muchacha tiene el
diablo en el cuerpo. Yo le voy a decir, Bonifacia, a qué hora hay que poner la
grasa a calentar. Cuando caigan los músicos haga que les sirvan unas copas. ¿Y
qué más? Bueno, por ahora eso es todo. Vaya, no más.
Detrás del chalet, entre el jardín y la fuente,
ordenaron las sillas para los músicos. El patio se angostaba, entraba en una
glorieta cubierta de jazmines del país — allí tendieron las mesas — y salía por
el otro lado, para ensancharse otra vez, camino a la huerta. Vinieron los
peones y celebraron el sacrificio del cordero asado. Vino Teresa y se vistió
con la falda de paisana — amarillo, rosa — que el doctor Quiroga había
encargado. Vinieron los músicos y bailarines, y se disfrazaron con trajes más
o menos tradicionales. Al fin vino Lucía, con su falda nuevecita, violeta y
amarilla. El Mayor Rosas — ocre, rojo, plata, oro, negro, verde, azul —
apareció, muy satisfecho, retorciéndose el bigote, y agregó al carnaval criollo
arreos de opereta vienesa.
— Doctor Quiroga — dijo —. Ya es hora. Voy a
pedir órdenes al general.
— ¿El general? Todavía no lo he visto. ¿Ya son
las once?
— Las once y media.
Fueron a la habitación de huéspedes. Quiroga
golpeó la puerta, respetuosamente. Nadie contestó. Ahora golpeó recio. Nada. Se
volvió hacia el Mayor Rosas y le dijo, riéndose:
— ¡Le ha hecho efecto! Anoche no podía dormir. Se
tomó un narcótico. ¿Lo despertamos?
Pero no pudieron abrir la puerta.
— ¡Mi general! — gritó el Mayor. Sacudió la
puerta. Gritó otra vez, arrimando la boca a la cerradura. Quiso mirar por la
cerradura.
— Tiene la llave echada por dentro — dijo el
Mayor.
— Sí, ya veo — contestó Quiroga. Y agregó,
riéndose otra vez
— ¿Oye cómo ronca? ¡No lo despertamos ni a
cañonazos!
En efecto, se oía la respiración profunda, lenta,
acompasada del dormido.
— ¿No hay otra puerta?
— No. Pero el cuarto tiene una ventana, que da al
patio. Hagamos la prueba.
Dieron la vuelta por el pasillo, salieron a un
soportal — desde donde se veía el patio y la glorieta — y se acercaron a la
ventana. Estaba clausurada, con los pestillos echados por dentro. Una cortina
espesa, corrida, no dejaba ver nada en el interior de la habitación.
— No hay caso — dijo Quiroga—. En la parte de
atrás hay una claraboya, pero está muy alta y además es tan pequeña que no
podríamos asomar la cabeza. No hay nada que hacer. Esperemos. Dejémoslo dormir
una hora más. Si no se levanta cuando lleguen los invitados — y volvió a reírse
— derribamos la puerta, lo zamarreamos y le damos una ducha. Debe de haber
recargado la dosis del narcótico que le prescribí.
Doce y cinco. Llegaron tres automóviles, repletos
de gente. Las muchachas empezaron a servir el vermouth. Las guitarras y bombos
rompieron a tocar vidalas, cuecas, zambas. Se formaban grupos de conversación
muy animada. Quiroga se disculpaba por no poder estar con todos. Iba de un lado
a otro, sonriente, atento. A ratos entraba en la casa, pero los invitados no lo
echaban de menos. Ya venía otra vuelta de vermouth, servida por la linda Lucía.
La una menos cuarto. Los bailarines formaron la cueca. Al cabo, Quiroga se
acercó al Mayor y le dijo:
— ¿Y? ¿Qué tal? ¿Le gustan los bailes?
— Mucho — respondió el Mayor. Y después de un
silencio agregó —. ¿Todavía no ha visto al General?
— No. Seguirá durmiendo.
— ¿No cree que deberíamos ir a decirle que han
llegado todos?
— Sí, tiene razón. ¡Qué cabeza la mía! ¿Qué hora
es?
— La una y cuarto.
— ¿Ya? ¡Qué barbaridad! ¡Cómo pasa el tiempo! Sí,
claro. Hay que llamar al general. ¿Vamos?
Al volverse Quiroga levantó la vista y miró hacia
la ventana del General.
— Sí. Se ha levantado — le dijo al Mayor,
señalándosela—. ¿No ve? Ha abierto las cortinas.
Llegaron al cuarto, golpearon. No respondieron.
El Mayor se apoyó en el picaporte y la puerta cedió. Sólo que, al abrirla, el
General no estaba. La cama, deshecha; las sábanas, arrugadas; la almohada,
hundida. En la cerradura, la llave. Por lo visto, el General se había vestido
y salido del dormitorio. Tampoco lo encontraron en el baño. Bonifacia — la
única que, además del doctor Quiroga, había andado por la casa — no sabía nada.
— ¿Adónde habrá ido? — murmuró Quiroga —. A menos
que...
— ¿A menos que...? — repitió el Mayor.
— Nada. Luego le contaré.
Quiroga cogió al Mayor del brazo y recorrieron
otras dependencias del chalet. No. El General había hecho mutis. Salieron al
jardín delantero. Nada. Ya aguardaba allí el chofer con el auto presidencial.
No, el chofer no había visto al General.
— ¡Qué raro! — exclamó el Mayor—. ¿Dónde se habrá
metido?
— Puede ser que mientras nosotros entrábamos por
atrás, él salía por delante. Quien le dice que ya se ha reunido con los invitados.10
Vamos.
— ¿Dónde se habrá metido? — murmuró el Mayor.
— ¿Se habrá ido a misa? — dijo Quiroga, sin
convicción.
— ¿A misa? Lo dudo... Usted dijo: "A menos
que...”
— Nada, nada. Después hablaremos. Ahora hay que
atender a las visitas. Hagamos como que el General ha tenido que ausentarse
por un asunto urgente. A lo mejor, vuelve a tiempo.
Una y media. Se sentaron a la mesa. Bonifacia y
las muchachas trajeron fuentes llenas de empanadas recién sacadas de la sartén.
El vino empezó a correr. “¡Viva el general Melgarejo!” “¡Viva, viva!” El frugal
Quiroga fue a ver si el asado estaba a punto y, de paso, pidió a los músicos
que tocaran un carnavalito. Después de las empanadas, el cordero. Y después,
alfajores, frutas... El Mayor miró a Quiroga y le hizo un gesto: “¿Y? ¿Qué
hacemos?” Ya no era posible esperar más. Los bailarines habían terminado.
Habían retirado los platos. Bonifacia traía el café. El doctor Quiroga se puso
de pie, esperó que se hiciera un silencio y empezó su discurso. Disculpó la
ausencia involuntaria del general Melgarejo y en seguida entonó las alabanzas.
Con voluptuosa travesura eligió las palabras de suerte que valieron
simultáneamente como panegírico y como oración fúnebre. Nadie percibió sus
sutilezas necrológicas, y Quiroga sonrió al oír los gritos, ahora sí que
inútiles, de “¡Viva el general!” “¡Viva, viva!” Resonaron otros discursos, a
cual más elocuente. Terminó la sobremesa. Terminó la fiesta. Se fueron todos.
Todos menos el Mayor Rosas.
— Usted ha de estar rendido, doctor Quiroga; pero
¿me permite que abuse un poco más de su hospitalidad?
— ¡Por Dios! ¡No faltaba más! Lo que usted
quiera. Está en su casa.
— Gracias. Quisiera hablar por teléfono, para ver
si el General está en su casa o si ha ido a la Casa de Gobierno.
No. Nadie sabía dónde estaba el General.
— ¿No le parece raro? — preguntó el Mayor
mientras colgaba el teléfono—. No acabo de explicarme cómo el General ha podido
irse así, sin despedirse de nadie, sin siquiera avisarle a usted... Recuerdo
que usted iba a decir algo... “A menos que...” empezó a decir, y se calló. ¿Qué
iba a decir?
— Bueno. El mismo General, cuando lo vea, le
explicará mejor que yo por qué se fue. Es que anoche, después de muchas horas
de escribir y romper papeles, se sintió irritado. De pronto le disgustó la
idea de esta fiesta... No sé... Se le puso entre ceja y ceja que era humillante
para él tener que rebajarse a esto... Que él no tenía por qué buscar la amistad
de los políticos... Que después de todo él gobernaba por la fuerza del ejército
y no necesitaba de farsas electorales... Y hasta insinuó que, a lo mejor, se
iría sin esperar a nadie. Más aún: que estaba tan cansado de lidiar con problemas
que no podían resolverse, que tenía ganas de mandar todo a los mil demonios,
renunciar al gobierno e irse a algún sitio más tranquilo, a pescar truchas o a
papar aire por las calles... Son sus palabras. Yo me reía. No le contradije.
Hablaba y hablaba. Estaba muy excitado. Supongo que por eso me pidió un
soporífero, para poder dormir. Desde luego, no le creí. Pero, el resto ya lo
sabe usted, cuando abrimos la puerta y vimos que el General se había levantado
y se había ido calladito sospeché que había cumplido su amenaza.
— Pero si es así ¿dónde se fue? ¿Y cómo? No tenía
auto, así que ha tenido que irse a pie. ¿Largarse por el camino, a pie, al
mediodía? ¡Hum! No lo creo.
— ¿Y si se fue caminando hasta la Iglesia? ¿Y de
allí al parque?
— Qué quiere que le diga, doctor Quiroga, no lo
creo. En fin, es cosa de esperar. Hay algo raro. Si usted no tiene inconveniente
me gustaría echarle otra ojeada al dormitorio del General.
Fueron. Todavía no lo habían arreglado. El Mayor
observó todo. Sobre la mesa de luz, una lámpara enchufada en un tomacorriente
del zócalo, y el frasco con el dormitivo. En la pared opuesta a la puerta había
una pequeña claraboya, semiabierta. Las cortinas, descorridas; pero el cristal
de la ventana estaba pestillado.
Al día siguiente volvió el Mayor.
— Me temo que ha habido juego sucio — le dijo a
Quiroga después de informarle que el General no aparecía por ninguna parte —.
Un secuestro. Un crimen. No sé.
— Sí. Algo grave ha ocurrido — asintió Quiroga,
muy preocupado —. Porque usted no cree que le haya venido una especie de surmenage,
de amnesia, y se haya escapado por ahí...
— No, cómo voy a creer eso. ¿Usted cree?
— Francamente, no.
— Bueno. Entonces, manos a la obra. ¿Me deja
usted inspeccionar toda la quinta, interrogar a la servidumbre? No es que me
las quiera largar de Sherlock Holmes...
En el magín de Quiroga la mención del nombre
mágico de Sherlock Holmes tuvo la virtud de conferir al Mayor Rosas las facultades
de Sherlock Holmes mismo. Sherlock Holmes, el taumaturgo, transmigrado y
redivivo. “Ah — se dijo —, el Mayor Rosas es de los míos.” No esperaba que
surgiera tan pronto el detective. Y que fuera un detective con aura de novelas.
Había detectives morfinómanos, cínicos, ciegos, con faldas, con sotanas,
médicos, periodistas, abogados, críticos, de arte... ¡Qué bien! La colección
se completaba: un Mayor de Ejército, detective... Y, complacido, adivinó en
los ojos de lince del Mayor Rosas el genio del análisis y la deducción. Ahora
se vería si los métodos de Sherlock Holmes eran infalibles.
Lunes. El Mayor Rosas invitó a Quiroga a que lo
acompañase hasta la Casa de Gobierno. La Junta, reunida para considerar la
emergencia, quería oírle. Quiroga, sin mover un pelo, dio todos los informes
que le pidieron. Sí — dijo—, es posible que se trate de un secuestro. Si el
General se fue a pie hasta la Iglesia, a lo mejor una banda de opositores que
vigilaba nuestra casa lo levantó en un automóvil. En el mejor de los casos, lo
habrán encerrado en algún sitio.
El Jefe de Policía, que estaba presente,
escuchaba como si oyera llover. Quiroga se alarmó por su negligencia.
Martes. Tres de la tarde. En la Casa de Gobierno
los miembros de la Junta, el Jefe de Policía, el Mayor Rosas y el doctor
Quiroga, reunidos otra vez. La cosa está que arde. El General se ha hecho humo.
¿Y si la oposición se entera? ¿Hasta cuándo podrán mantener el secreto? El
doctor sugiere que la policía vaya a su casa, que revise palmo a palmo el
terreno, que interrogue a todos los presentes en la fiesta... Sí, se hará eso y
aún más, dice uno de los militares; y volviéndose hacia el Jefe de Policía le
ordena:
— Usted mismo, personalmente, se me pone al
frente de la investigación ¿eh?
El Jefe de Policía se cuadra, coge su gorra, su
sable, y le dice a Quiroga:
— ¿Vamos, doctor?
— Vamos — contesta Quiroga; y volviéndose hacia
el Mayor Rosas trata de comprometerlo con un "¿vamos?” para que también
los acompañe y no pierda el rastro. Porque, ha pensado Quiroga, el Mayor Rosas,
nadie más, debe ser el Detective. ¿El Jefe de Policía? Un adoquín. Un inepto.
Tirará por el suelo el precioso castillo armado en el aire. El Mayor sí que
tiene pesquis. Sólo él es capaz de meter una clave dentro de otra y servirse de
ese aparato lógico como de un telescopio. Una mota, una simple mota en el crimen,
y el Mayor la notaría y acabaría por despejar el enigma. Si no lo despejaba
¿qué mejor tributo a la maestría de Quiroga? Orgullosamente, Quiroga desafiaba
al más capaz. Una inteligencia contra otra inteligencia, esto es lo que todavía
faltaba a su novela vivida. Por eso ha invitado al Mayor, el conocedor, el
sabueso. Y el Mayor fue.
Pero ocurrió lo que Quiroga había temido. Al día
siguiente el Jefe de Policía, extremando torpemente su celo, empezó a arrestar
a políticos de la oposición, a allanar los locales donde se confabulaban. A su
consejo, el ejército hizo lo mismo con algunos oficiales antimelgarejistas. Y,
como es natural, el país supo así que había gato encerrado. Antes de fin de
semana todo el mundo sabía que el general Melgarejo había desaparecido. La
oposición salió a la calle. Se distribuyeron volantes revolucionarios. Se
empapelaron las paredes con carteles contra el gobierno. Hubo huelgas. Los estudiantes
vociferaban. Tiroteos. Muertos. Un sector del ejército aprovechó la confusión
para dar un golpe de Estado. El nuevo dictador, general Villa, desde los
balcones de la Casa de Gobierno anunció que el régimen de Melgarejo se había
podrido; que hubo que cortar por lo sano y que ahora el país estaba a salvo. El
pueblo gritaba: “¡Viva el general Villa!” Alguien en un café insinuó en voz
baja que a lo mejor el general Villa había mandado eliminar al general
Melgarejo. Otro dio la conjetura por cierta. Un tercero agregó que en realidad
había sido un duelo. Hubo variantes. No había sido un duelo a sable, sino a
pistola. No había sido un duelo, sino un acto de coraje: Villa entró, él solo,
en la Casa de Gobierno, se abrió paso a empujones y liquidó a Melgarejo con un
dedo, el dedo del gatillo. El general Villa se convirtió en un héroe nacional.
Halagado, no negaba nada, no decía nada. De la noche a la mañana desterraron al
Mayor Rosas a la Embajada de Madrid, con lo cual se confirmó la leyenda de que
el general Villa le había pegado un tiro a Melgarejo. ¿Por qué, si no, alejaba
al edecán? La policía creyó prudente echar tierra al asunto. No fuera que, al
manosear la cosa, tocaran de casualidad un fulminante. La desaparición del
general Melgarejo se convirtió en un secreto de Estado. Los diarios no se
atrevían ni a mencionarla. Cuando el general Villa proclamó la amnistía, sus
partidarios la interpretaron como una Ley del Olvido y creyeron saber qué es
lo que Villa quería que olvidaran. Se olvidó, pues, a Melgarejo.
Quiroga se indignó: “¡Tramposos! ¡Así no se
juega, qué diablos!” En primer lugar, despojaban su crimen de la gloria de una
pesquisa. ¡Eso no valía! La policía echaba pie atrás antes de que se formara el
rompecabezas. ¡Fulleros! La gracia de un asesinato está en vencer
deportivamente, en buena ley, los mejores esfuerzos de la policía. Pero si la policía, de entrada no
más, abandonaba el caso ¿para qué había servido la delicadeza del asesino? ¡Qué
país de porquería! En ninguna otra parte la policía se retiraría del tapete
verde dejando al asesino cómodamente sentado, con los ases en la mano.
Archivar el caso Melgarejo importaba tanto como tirar una joya a la basura,
junto con una cantidad de crímenes vulgares que no se resuelven jamás, no por
ser insolubles, sino por indiferencia de las autoridades. Y quizá a esas
mismas horas andaba el Mayor Rosas jactándose por ahí de que, de no alejárselo
del país, hubiera resuelto el misterio. Sí, es posible que el Mayor Rosas
tuviera alguna sospecha. ¿Por qué no? Ese estupendo escamoteo del cadáver de
Melgarejo tenía que atraer sospechas. Había contado con que sospecharían de él.
Hasta le enorgullecía que sospecharan de él. Pero ¿hubiera sido capaz el Mayor
Rosas de encontrar alguna hilacha en el suntuoso tapiz de su crimen? No, no era
posible. Quiroga estaba seguro de su arte. ¡Qué divertido hubiera sido enfrentarse
a las sospechas del Mayor Rosas y desinflarlas —pim, pam, pum— a alfilerazos!
Sospechas inverificables. Quizá, dentro de muchos, muchos años, cuando se
sintiera morir, llamaría a ese Sherlock Holmes de sable, serreta y soles y
jugaría con él como el gato con el ratón. "¿Se acuerda de aquel día de la
fiesta —le diría al final, ya con el pie en el estribo, y después de haberlo
humillado—, se acuerda cuando usted y yo nos acercamos a la habitación de
huéspedes? Pues bien: el general Melgarejo ya no existía ni siquiera como
corpus delicti”. "¿De veras? ¡No puede ser! ¿Quiere usted decirme que el
general no murió en la cama? ¡Cómo! Yo creí...” “Ya sé, ya sé... Los generales,
normalmente, mueren en la cama; pero el general Melgarejo no llegó a
acostarse. Yo deshice la cama, para hacer creer que él había dormido allí.” “¿Y
los ronquidos que le escuchamos?" "¡Bah! producidos por una cinta
magnetofónica. La habitación, amigo mío, estaba deshabitada.” “Pero si estaba
cerrada por dentro”, diría el Mayor Rosas, sin salir de su estupor. Quiroga le
sonreía piadosamente. "Elemental, querido Rosas, elemental.” Y le contaría
cómo dejó la claraboya abierta pero pestillo la ventana, salió del cuarto,
corrió por afuera el cerrojo de la puerta y se llevó la llave, rodeó por el
pasillo el cuarto, se arrimó a la pared de atrás, sujetó la llave en la hendija
de una caña tacuara, desde la claraboya atravesó con la caña la habitación y
metió la llave por el lado de adentro de la cerradura. Rosas, con la boca
abierta, y sin disimular su admiración, exclamaría: "Ahora comprendo: con
los mismos engaños, pero procediendo al revés, usted recogió la llave y abrió
la puerta para hacerme creer que Melgarejo había salido de la habitación.
Doctor: ¡usted es un genio! Claro, nadie lo echó de menos a usted, pues la
fiesta se hacía en el patio y los convidados encontraban muy natural que se
moviera de un lado a otro... Doctor: usted es un genio”. “Gracias, querido
amigo; ahora comprenderá usted por qué, para mantener el secreto de ese crimen
magistral que ahora le acabo de confesar, tengo que matarlo a usted. Esta
copita de anís que usted se ha bebido
estaba envenenada. Lo siento.” Quiroga suspiró. ¿Un genio? Bueno... ¿para qué
negarlo? Era un genio, efectivamente. Pero su genial edificio ahora se desmoronaba.
No solo le habían arrebatado la satisfacción de medir sus fuerzas con la justicia
y derrotarla, sino que hasta le habían robado el asesinato. Sí, el general
Villa era un ladrón. Se había robado toda la fama. Probablemente era un mequetrefe
incapaz de matar una mosca, y ahí estaba en el sillón presidencial,
pavoneándose con plumas ajenas, como un héroe de historia sudamericana
pintado con los fascinantes colores de la sangre. Más: Villa, al robarle el
crimen, se lo envileció. Quiroga lo había consumado sin ninguna inquina, con
toda pureza y desinterés; ante la opinión pública, sin embargo, ese homicidio
aparecía degradado en tiranicidio. Era tanto su rencor que hasta tuvo impulsos
de ir a la Plaza Central y gritar a los cuatro vientos: "¡El asesinato es
mío. Yo, yo, yo solito soy el asesino!" Y lo arrestarían. Y él dictaría
cuidadosamente su confesión. Y al día siguiente, en los periódicos, a grandes
titulares, la publicarían. ¡La cara de las señoras! Si daba risa el solo
imaginar sus visajes de asco. Porque en las buenas novelas de detectives, aun
en las que no son buena literatura, la pasión por los problemas abstractos
impone un helado recato en la descripción del degüello. Esas novelas nunca
llegan a dar repugnancia. Pero el estilo más desapasionado
de la crónica periodística hace hervir las sensaciones del lector en un baño
rojo. Los periódicos sí pueden dar repulsión. “Apenas el Mayor Rosas se retiró
al otro chalet — se leería en El Bien Público—, el ingenioso Doctor
Alfonso Quiroga suministró a Melgarejo un anestésico; y cuando perdió el
sentido lo desnudó, le ligó brazos y piernas para evitar una abundante
hemorragia, lo tendió en la bañadera, dejó correr el agua para que se llevara
la sangre antes de que coagulara y comenzó a descuartizarlo vivo, con toda su pericia
de cirujano. Melgarejo falleció en el curso de la delicada operación
quirúrgica. Le sacó las vísceras, le cercenó la cabeza y dividió el cuerpo en
cuatro pedazos. De las partes más carnosas apartó varios kilos, bien cortados.
El resto, embolsado en una tela impermeable, lo llevó a la cocina, donde había
puesto a calentar, al gas, un crisol de cobre lleno de una solución de soda
cáustica y agua. Puso a hervir primero la cabeza y después, uno por uno, los
miembros y pedazos sueltos. A medida que se disolvían las proteínas y grasas
fue sacando con unas tenazas los huesos, los lavó en la pileta y los astilló.
En una olla calentó ácido nítrico y allí disolvió los huesos: el humo se iba
por la chimenea. Cuando renovaba el ácido se cuidaba de mezclarlo con mucha
agua para que, al derramarlo por la pileta, no corroyera las cañerías. A las
ropas las desintegró en la solución de soda cáustica. Limpió los instrumentos y
los guardó en su sitio...” Y así por el estilo. ¡La cara que pondrían los
lectores de El Bien Público! Hasta la negra tinta del periódico tendría
un olor deletéreo. ¡Y la nocturnidad de esa escena! Sublime, sublime... ¡Qué
gran modelo! Clásico. Pero él no confesaría. Sería una locura. Con una
confesión no ganaría nada. Echaría a perder el único mérito que le restaba: que
nunca se supiera quién había despanzurrado a Melgarejo, y cómo. Sin contar con
que, si confesaba, a lo mejor lo nombraban ministro. Porque así andaban las
cosas en su país: ya ni un crimen decente se podía cometer porque en seguida lo
hacían a uno héroe. ¡Qué lástima! Un crimen tan bonito, tan bien hecho... La
hecatombe de la nueva revolución militar había quitado a la desaparición de
Melgarejo el horror de la muerte y la gracia de jugar con la muerte. Una vasta
conspiración de políticos, militares, periodistas, policías, charlatanes y
cobardes habían inventado un móvil patriótico que deshonraba el desinterés de
homicidio. ¡Que los partiera un rayo! ¿Por qué
las novelas de detectives se escriben en inglés? ¿Será porque sólo en los países
civilizados hay aversión a la muerte violenta? ¿O será que todas esas novelas de detectives
son falsas? Juego mental, falso como el del matemático que traza su fórmula
sabiendo que nunca tropezará con cosa que se le parezca, irresponsable como el
del ajedrecista que sobre un tablero a cuadros da jaque a una pieza de palo. El
criminal, en esas novelas, se afanaba en cerrar su crimen como una cámara
hermética, con una cadena de causas y efectos bien eslabonados. Pero ese orden
¿no era falso? Orden necesariamente separado de la vida. Vida que es un absurdo
caos. Ahora Quiroga despreció esas novelas. Se alegró de haberlas quemado. Se
prometió no leer ni una más.
Poco a poco se le fue calmando el ánimo. Y se
consoló pensando en que no era por su culpa que la hábil gradación de su
crimen había terminado en un anticlímax; de un empujón hicieron rodar el crimen
escaleras abajo, al sótano, grotescamente. Sí, todo se había venido abajo, pero
Dios y él sabían que el crimen había sido perfecto. Crimen de sagrado
simbolismo, con magnificencias de liturgia. A los bien cortados kilos de carne
que había apartado los pasó por la picadora. Frió el picadillo, lo sazonó, lo
mezcló con huevos duros, aceitunas, pasa de uva. Ya eran casi las siete de la mañana.
Dejó que Bonifacia rellenara con eso las empanadas. Los políticos, al grito de
“¡Viva Melgarejo!”, en una comunión de fe mística, se comieron
en empanadas a Melgarejo. ¡Qué hermosura, qué hermosura! ¡Oh, si sólo hubiera
habido un
criminólogo de tal crimen! Beatamente, con resignación,
Quiroga levantó los ojos al cielo. Algo de aquel candoroso resplandor que,
después del holocausto de Abel, debió de iluminar el rostro de Caín, brilló
también en el rostro de Quiroga. “Dios y yo — repitió — sabemos que, a pesar de
todo, el crimen fue perfecto.” Y ofreció a Dios, espectador único y mudo, su
homicidio redondo como una hostia.